jueves, 30 de julio de 2015

De sonrisas y libros





Una calurosa y horrible tarde de verano. La temperatura en el exterior es de 42 grados; en la cabina del camión, parado bajo el Sol a la espera de un gruista alcanza unos incómodos 58. El universo parece haberse paralizado, así que decido buscar la mejor opción para pasar la tarde buscando sombra y leyendo un libro. Y así es. Me siento bajo un poste eléctrico, abro uno de esos libros de Ravenloft de los que tanto hablo ahora en el otro blog y disfruto de una ligera brisa pegajosa. Odio mi trabajo, pero de vez en cuando me brida estos pequeños momentos de abstracción, y yo los aprovecho. Pero de pronto algo rompe mi momento de paz. Un camión se detiene cerca de mí. El chófer observa la situación de la fábrica en cuestión, baja de la cabina, mira alrededor, me ve… y me sonríe. 
Mierda.

La sonrisa, por si alguien todavía no lo sabe, es el mayor acto de hipocresía que puede realizar un ser humano. La gente sonríe para ganarse el favor de aquellos a los que va a perjudicar de algún modo, para mentir, asesinar, violar y destruir, en general, al prójimo. De hecho si nos fijamos bien nos daremos cuenta de que en el reino animal, solo aquellos seres con la capacidad de hacer el mal pueden sonreír, y esos son los seres humanos, los chimpancés (que se les ve la mala hostia y la cabronería a la legua) y los payasos. 
Pero centrémonos en mi historia.

El camionero me sonríe, me saluda con la cabeza y viene hacia mí. Yo utilizo mi libro como escudo, levantándolo ligeramente y leyendo sin mirarle. Pero a pesar de eso, el muy idiota sigue acercándose a mí enseñándome los dientes tras el ictus de sus labios. Finalmente, cuando está a pocos metros, oigo un sonoro “¡Ieeeeeeh!”, típico saludo camioneril. Le ignoro y sigo con la cara pegada a mi libro pero de nada me sirve. 
Y ahora un apunte literario.

Los libros no son cultura ni son arte ni son una polla en vinagre. Los libros los inventó alguien que estaba hasta los huevos de que le molestaran y necesitaba una excusa para que le dejaran en paz. Leer un libro es una forma de decir “no estoy”, es una declaración de ausencia y desprecio por todo lo que pueda suceder alrededor. Si alguna vez se incendia un edificio y al entrar los bomberos se encuentran a un señor leyendo, es que no quiere que le rescaten y desea ser devorado por las llamas junto al resto de su vivienda. Leer un libro es decir “que jodan al mundo”. El problema es que en este país nuestro (España en el momento de escribir esta entrada) hay muy poca cultura literaria y la peña no sabe todo esto, por lo que se ven con potestad de interrumpir una lectura y meterse en la vida del lector. Y eso hizo ese camionero . 
Volvamos al relato.

Como decía, el camionero intruso llegó ante mí, obligándome a mirarle a sus ojos, que eran diminutos y brillantes como los de un roedor. Me sonrió más. Yo me puse más serio si cabe. Y me habló. “Menudo día de calor…¿Eh?” Normalmente no me gusta hablar, pero en ese momento, en mi sombra, con mi libro, era lo que menos deseaba en el mundo y aún menos si cabe, una conversación banal de esas del tiempo, el trabajo y qué vas a hacer en vacaciones (-Ah vas a tu pueblo que bien así ves a la familia que seguro que te echan de menos –Y tú que mierdas sabes si me echan de menos o no, soplap***as). Y así empezó una especie de monólogo en el que él hablaba de cosas mientras yo asentía muy serio y echaba vistazos fugaces a mi libro, del cual ya había perdido el hilo, pero del cual no podía escapar por una cuestión de educación. 
La educación.

Las personas educadas son las que llegan a algo en la vida; las que reciben favores y respeto de sus semejantes. Y sin sonreír. A mí me enseñaron a ser educado; a abrir las puertas a las señoras mayores, a ceder el asiento a las señoras mayores, a llevarles las bolsas de la compra a las señoras mayores y a levantar del suelo a las señoras mayores que se caían, presas de la debilidad y la descoordinación propias de la edad (aunque sospecho que algunas se tiraban para que yo las recogiera). ¿He comentado que crecí en un barrio plagado de señoras mayores? La cosa era que ese camionero no era una señora mayor. Era un chimpancé con ojos de roedor que hablaba de cosas que no me interesaban sin comprender el verdadero propósito de los libros y estropeándome mi momento de paz. Y mi educación me impedía mandarle a la mierda. 
Así que solo encontré una solución.

Alargué la mano y alcancé una losa de mármol de unos cinco kg aproximadamente. Lo bueno de las fábricas de mármol es que hay mucho mármol disponible. Me levanté, adopté una pose similar a la del Discóbolo de Mirón y se la arrojé con precisión mortal a la sien. La losa le alcanzó demasiado de lado y se partió en su cabeza; el camionero gritó entre sorprendido y dolorido y se llevó las manos a la zona afectada de la que empezaba a brotar una sangre sorprendentemente clara y fluida, no como el sirope que usan en las películas. Me miró y le sonreí. Y se alejó, por fin, dejándome solo con mi libro de nuevo.

La pose era esta, pero yo la tengo más grande.

jueves, 23 de julio de 2015

Feria (Paternidad 38)



Ocho de la tarde. Empujo un carrito de bebé que contiene a mi pequeña Nº2 a través de la calle principal de una feria. Suena la música, se oyen risas, luces de colores iluminan los puestos de juguetes baratos, bisutería barata, ropa barata y cosas baratas en general. No me siento cómodo. Ha sido un día largo y desearía estar en mi casa, descansando, viendo documentales en la tele mientras sorbo lentamente un vasito de horchata fría; pero no. Camino por la calle principal de una feria empujando el carrito y aunque he ido por voluntad propia, no estoy donde me gustaría estar en realidad. Todo es tan contradictorio…

Aquí, unos jóvenes divirtiéndose. Ale.
Me cruzo con jóvenes que se divierten; ellos llevan unos peinados horribles y ellas unos pantalones cortísimos; hablan de cosas que me parecen absurdas y se ríen mucho. Me doy cuenta de que yo nunca he sido joven, o por lo menos no recuerdo haberlo sido. Me encuentro con otros padres que sonríen; empujan sus propios carritos con sus propios bebés y parecen estar en paz. Es horrible. Puede que se acaben de levantar de la cama y todavía conserven esa frescura del que acaba de empezar el día y mantiene algo de optimismo; o puede que sepan algo que yo no sé, que conozcan algún secreto que me está vetado, que tomen drogas o que sus mujeres sean ninfómanas insaciables… El caso es que no son como yo.

Yo avanzo a paso lento con el ceño fruncido, la cabeza baja y una visible aura de oscuridad crepitante a mi alrededor. La gente la percibe y como no quieren malos rollos ni que nadie les amargue la fiesta, evitan acercarse a mí. Miro a la niña en el carrito y deseo que llegue el día en el que pueda decirle aquello de “Hija mía, debes saber que por mucha gente que haya en el mundo, siempre estamos solos.”  También le diré que desde el instante en que nació, mi vida le pertenece y que si alguna vez necesitara un riñón, yo pondría ambos a su disposición, lo que no es más que una metáfora que ilustra lo anterior pero que me gusta utilizar para hacerme el listo y el interesante, cualidades ambas que no poseo por naturaleza.

En un momento dado alguien se para ante mi. Es un viejo estúpido sonriente que me tiende la mano a la par que hace comentarios graciosos sobre cómo cambia la vida y como pasamos de ser unos alegres juerguistas a padres responsables y abnegados. Yo nunca he sido un juerguista y mucho menos alegre. No recuerdo ni de qué le conozco, pero le miro a los ojos y le fulmino con la mirada. No estoy para saludos. Su carne se evapora al instante y solo queda de él un esqueleto ennegrecido que cae al suelo sin un orden aparente. Nadie hace caso porque al fin y al cabo esto es la vida, no somos nadie, nacemos para morir, a todo el mundo le llega su hora, etc…
 
Ésto es lo que pasa por hablar cuando uno no debe.
Nº1 sube a algunas atracciones, se divierte por mi. Empatía se llama. O eso dicen. La observo orgulloso. No estoy seguro de estar haciendo las cosas bien, pero sí de hacerlas lo mejor que sé, y eso es mucho para mí. Por lo menos, les elegí una buena madre. Y encima me soporta a mi, a mi negatividad, a mis dudas, a mi desgana y mi apatía… Las miro a las tres y pienso que las cosas no me pueden ir mejor. No me falta nada. Lo único que me sobra es el resto del mundo.

viernes, 17 de julio de 2015

De vasitos de agua y presagios de muerte.



No sé qué hora sería, pero esta noche me he levantado a beber agua. Puede pareceros algo irrelevante pero no lo era. Nunca, nunca, nunca jamás en mis 35 años de vida había sentido la necesidad de hacerlo y esta noche, por primera vez, me he despertado con la boca seca y pastosa, la garganta seca y una extraña sensación de sed que me han obligado a tomar la dura decisión de levantarme… y beber.

Y mientras me llenaba el vaso sin atinar demasiado y me lo llevaba a mis labios resecos, me vino a la cabeza la idea de que iba a morir esa noche. Sí. Os puede parecer absurdo, pero hay precedentes. ¿Habéis oído hablar de Keith Moon? Ese señor era el batería de los “The Who” y murió a los 32 años en circunstancias parecidas. Estaba durmiendo, se le antojó comer pollo, y mientras su (guapísima por cierto) esposa se lo preparaba (guapísima y muy atenta, por cierto. Yo le pido a mi mujer que me prepare un plato de pollo a medianoche y me zurra de lo lindo), Keith Moon murió. Y ahora la pregunta es… ¿Quién se comió el pollo? No, perdón. La pregunta es… ¿Son signos de muerte inminente los antojos nocturnos? Y ahora me vendrán los enteradillos a decirme que Keith Moon estaba en pleno proceso de desintoxicación etílica y que tomó una sobredosis de pastillas y… Pero eso a mí, anoche, me daba igual.
 
Cuando una guapa se junta con un feo, doble guapa se queda.
Subí las escaleras hidratado, pero triste. Pasé por el cuarto de las niñas; primero la pequeña, que ha aprendido a darse la vuelta en la cuna y parece que duerme mejor boca abajo, y después la mayor, con la que he compartido la mejor parte de mi vida; luego miré por la ventana, hacia el pueblo dormido y suspiré un “Que os jodan a todos, mañana yo no voy a trabajar” y finalmente me acosté junto a mi mujer y cerré los ojos para morir junto a ella. “Que susto se va a llevar mañana” pensé.

Y pensé. Pensé en el camino que he tomado en esta vida, en si hice bien o hice mal, en si debería haber tenido una vida más emocionante o si la aventura de lo cotidiano ya ha sido más que suficiente para alguien como yo. Pensé en si debería haber buscado algo que me diferenciara de los demás para tener algo que contaran mis nietos o si por el contrario preferiría ser el recuerdo de abuelo soso que se pasaba la vida en el váter. Pensé y pensé en cosas que quizás no debería pensar un hombre de familia como yo… Y al final me quedé dormido. Y nada.

Al final sonó el despertador, maldije al sol, al tiempo y al universo; vasito de leche con una cucharadita de café, magdalena y a equiparse para un nuevo día de aventuras. Dicen que hoy va a hacer calor, menuda novedad; y yo aquí, vivo como siempre.

lunes, 13 de julio de 2015

El Karma: Felaciones del espacio exterior





El karma es algo de lo que todos, en algún momento, hemos oído hablar. Se trata de una supuesta fuerza cósmica que juzga nuestros actos y nos devuelve de forma equitativa, a modo de justiciero espacial, las consecuencias de ellos. Diciéndolo de forma simple: Si hacemos el bien nos  pasan cosas buenas y si jodemos al prójimo el karma nos castiga. Es un recurso muy utilizado como amenaza por aquellos que no tienen huevos para darle una hostia a alguien, en plan “Por ahora te sales con la tuya, pero el karma te castigará”; de modo que si al aludido le sucede algo negativo en los próximos días, aunque no haya tenido nada que ver, lo atribuirá a esa amenaza y solo hará que agrandar la leyenda kármica. Pero dejémonos de introducciones y vayamos a lo aburrido.
 
Una simple representación del mismo.
En realidad el karma no fue creado por hippis y cobardicas sino que sus orígenes se remontan hasta los albores de la humanidad. La idea de “recibir lo que uno merece” es el sustento básico de casi todas las religiones (dios conoce tus actos y el día del juicio final te vas a cagar) y de muchas corrientes filosóficas (como el taoísmo que asegura que hacer el trenecito no es malo si mientras lo haces guiñas un ojo), del mismo modo que forma parte de muchas leyendas de la antigüedad. Sin ir más lejos, los guerreros vikingos estaban convencidos de que si morían en batalla aparecerían unas tipas rubias y con trenzas que les acompañarían al Valhalla y les practicarían felaciones sin pedirles nada a cambio. Y así estaban los vikingos de fanatizados. ¿Sed de sangre? ¿Conductas compulsivas? ¿Temeridad? Nada de eso. Simplemente, estaban ansiosos por meterse en líos, morirse y que se la chupa… Bueno, creo que ya se ha entendido el concepto básico. ¿Pero que pasa hoy en día?
 
Otro ejemplo sencillo.
Hoy en día la vida se ha alejado mucho de la espiritualidad, con lo que tenemos al karma algo abandonado. Nos reímos de él o simplemente aceptamos lo que serían sus pequeños castigos/recompensas con indiferencia, atribuyéndolos a la suerte o simplemente ignorándolos. También ha aparecido una nueva teoría, la de la reencarnación, que asegura que nuestra vida irá mejor o peor en función de qué hicimos en nuestra vida anterior, lo cual no deja de ser sumamente injusto, ya que la reencarnación de Teresa de Calcuta puede permitirse ser un “Joputa con suerte” sin más consecuencias que las que obtendría en su siguiente encarnación, lo cual, seguramente si vas y se lo explicas se reirá en tu cara mientras derrapa con su descapotable lleno de rubias con tetas de goma. ¿Conclusión a todo esto?

Yo no creo en el karma, ni en dioses ni en reencarnaciones; pero si tuviese que creer en algo y basándome en el tema felaciones, estoy seguro de que en otra vida habría sido un puto general nazi.

A todos los que escriben frases así, el karma les castigará.

jueves, 2 de julio de 2015

Músculos (Paternidad 37)




Cuando los pequeños llegan a cierta edad, el papel de los padres en los parques de columpios y otras zonas habilitadas para la diversión de los críos, es el de guardia de seguridad/guardaespaldas; es decir que mientras nuestro retoño juega despreocupado, nosotros observamos desde una distancia prudencial, tras nuestras gafas de sol, por si sucede algo que requiera nuestra ayuda. Y generalmente sucede. Siempre hay un niño mayor que trata de echar al nuestro del columpio o uno más pequeño que no para de estirarle del pelo o la ropa. En ese caso hay dos formas de actuación: La primera es esperar a que el nuestro solucione sólo la situación; algo necesario si queremos que el día de mañana sepa arreglar sus propios problemas cuando nosotros ya no estemos. La segunda es coger carrerilla y darle una reprimenda al abusador a base de patada voladora con vuelo de triple tirabuzón; opción mucho más vistosa que la primera, sin duda alguna.

Y resulta que ayer mismo, en un parque habitual, un niñato malcriado comenzó a molestar a la mía, que aunque algo mayor que él, se desesperaba al ver que no podía quitarse de encima al pesado del crio que le pedía sus chuches. Al final la niña me miró desesperada en plan “Papá, ya no puedo más con éste.” Y yo le devolví la mirada por encima de las gafas diciéndole “Te lo quito de encima al estilo 1 o estilo 2?”. A lo que ella me respondió levantando dos dedos. Ya no necesitaba más. 

Me levanté y di cuatro largos pasos hacia atrás, con lo que casi me atropella un coche porque llegué hasta la carretera, y comencé a correr dando largas zancadas, acelerando más con cada una de ellas hasta que mi cuerpo no era más que una estela borrosa; entonces, utilizando un hábil giro de cadera que aprendí viendo videoclips de Van Hallen giré sobre mí mismo y me lancé con los pies por delante cual torbellino de amor paterno filial dispuesto a trasladar al crio pesado a otro parque. Pero algo falló cuando el padre del niño lo apartó hábilmente de mi trayectoria.

Me incorporé y lo miré. Normalmente no tengo problemas con otros padres. Estoy acostumbrado a encontrarme con ancianos que cuando tenían treinta años decidieron que “querían vivir la vida” y no tuvieron hijos hasta los cuarenta y cinco, con lo que ahora son cincuentones cansados de vivir que no resultan ninguna amenaza para mí. Pero este era diferente. Era algo mayor que yo pero de figura bien definida por una musculatura que solo puede conseguirse con un bono de diez años en un gimnasio. Me miró con ojos azules tan fríos como el hielo y un escalofrío recorrió mi espalda. Cuando levantó a su hijo para acurrucarlo contra su pecho, en su bíceps, del tamaño de mi muslo, apareció una vena de color azul eléctrico que latía a un ritmo regular. El hombre estaba tranquilo. Tranquilo y confiado. A pesar de eso mantuve la mirada y me arremangué. Apreté el brazo para demostrarle mi fuerza pero mi vena no era tan azul como la suya ni mi brazo tan ancho; además me dio un tirón en el cuello y me quedé con la cabeza de lado; pero ni así me rendí. Le señalé con un dedo, cogí aire y le dije. “Te voy a… Te voy a… Te voy a poner mirando a Cuenca. Bribón.” Y el padre musculoso pareció ser invadido por el terror, palideció, se dio la vuelta y se marchó diciéndole a su pequeño que fuera la última vez que molestaba a una niña cuyo padre no tenía bien definida su sexualidad.