martes, 17 de marzo de 2020

De reclusión y vuelta a la realidad (otra vez)


Parece ser que lo he vuelto a hacer. Una vez más se me ha ido el santo al cielo y me he pasado semanas enteras encerrado en mi búnker de la cultura, mi laboratorio de ideas, mi sumidero de imaginación, sin dejar de escribir para poder ofrecer al mundo más historias para su disfrute y deleite. Aunque no sé porqué, tengo la sensación de que mi próxima novela, una historia de amor entre una bella dama cabezona y un marinero bizco adicto a las espinacas en lata, no va a ser todo lo original que me parecía en un principio. Pero da igual.

Me levanto de mi silla, subo al aseo a vaciar el orinal y al mirarme en el espejo me horrorizo con mi imagen. Pelo alborotado y enmarañado, barba larga y llena de mollas de galleta, ropa empapada en sudor viejo… Doy muchísima pena. Y asco. Es por ello que decido cambiarme y salir a la calle otra vez.

Reconozco que al principio lo hago con cierta aprensión. Mi última salida del anterior encierro no resultó todo lo tranquila que esperaba (ver esta entrada para más datos) pero de momento todo va bien. Hace un día estupendo, el sol brilla y me da calor, los pajaritos entonan bellas melodías que parecen dedicadas solo para mí, y de hecho lo parece porque estoy solo en la calle. No es que viva en la zona más transitada del pueblo, pero me parece raro no ver un alma. Los coches están perfectamente aparcados pero con una fina capa de polvo y excrementos pajariles sobre ellos, los comercios cerrados, los parques infantiles vacíos y no se oyen las voces de ciclistas borrachos en los bares. A ver si ha pasado algo raro y otra vez no me he enterado… En cualquier caso sigo caminando pues necesito estirar las piernas y llegar cuanto antes a mi destino, que como ya habréis deducido a lo largo de la lectura no es otro que… ¡Ostras qué susto, un coche de la policía viene directo hacia mí con las sirenas puestas y las luces de tener prisa!

Los agentes bajan del coche y me apuntan con unas porras de casi dos metros.
-¡Quieto ahí, infractor! ¡Ponga las manos en un lugar en el que podamos verlas y no se mueva a no ser que tenga que toser, en cuyo caso lo hará en el codo.
-¿Toserme en el codo? ¿Qué guarrada es esa? ¡Pero si ni siquiera me llego! -les respondo alarmado.
-Siga las normas, jodido delincuente, o tendremos que aplicarle el protocolo antiplaga y le aseguro que no será agradable para ninguno de nosotros.

No tengo ni idea de qué están hablando pero no me atrevo a preguntar en qué consiste ese protocolo por miedo a que incluya la palabra “rectal” en alguna de sus maniobras.
Los dos policías, protegidos con guantes, mascarillas y coquillas me registran y comprueban mi identidad mientras hablan por radio con otros agentes, informándoles de mi presencia en la calle. Cuando terminan, vuelven a dirigirse a mí.

-¿Se puede saber qué es tan importante como para romper el toque de queda?
-Pues yo iba a…
-Debe usted saber que salir a la calle sin que suponga un caso de extrema necesidad es sancionable con multas de un pastizal inasumible para un escritor, incluso penas de cárcel que van desde una semana a mil años, según esté de ánimo ese día el juez.
-Yo, es que la verdad, iba a…
-Estar a la intemperie en tiempos de plaga supone un delito contra la salud púbica, digo pública, que pone el peligro el delicado entramado social que hace que esta sociedad capitalista y enferma se mantenga en pie, a pesar de que esté fagocitando los recursos naturales de nuestro planeta.
-Oigan que es que yo solo quería ir a…
-¡Silencio, maldito hereje! Ahora dígame a donde se dirigía o caerá sobre usted todo el peso de la ley.
-¡Pero si llevo media hora intentando decírselo!
-¿Entonces iba usted a..?
-¡A la peluquería! ¡Iba a la peluquería! Mire qué pelos. Parezco el primo cavernícola de Alan moore, el hermano peludo de Slash, el…
-A… a… ¿A la peluquería? -dice el agente palideciendo de repente.
-Sí, lo siento mucho. No sabía nada de este toque de queda ni de ninguna plaga ni nada. Lamento haber salido de casa por una causa tan absurda y superficial como recortarme un poco las puntas. ¡Merezco cualquier castigo aplicable sobre mi persona! -exclamo cayendo de rodillas y arrancándome la camiseta del Primark a lo Camarón.
-Usted perdone ciudadano. Ir a la peluquería se considera una necesidad de primer grado junto con comer y hacer caca posteriormente. Todo habitante libre de este país tiene el derecho a cortarse las puntas, hacerse mechas o ir simplemente a leer las revistas del corazón atrasadas de las peluquerías cuando lo desee.
-¿Comorl?
-No se hable más. Disculpe nuestra confusión y siga su camino. Nosotros le escoltaremos para asegurarnos que llega a su destino sin problema alguno. ¡Por dios, el hijo del rey y España!

Los dos policías hacen el saludo de rigor, se meten en el coche y me siguen a una distancia prudencial con las luces puestas y la sirena a tope mientras yo camino hacia la pelu. Cuando estoy a dos calles reviso mi cartera y me doy cuenta de que me he dejado el dinero en casa, así que tendré que dar la vuelta, regresar atravesando el antiguo cementerio abandonado donde el virus habrá causado una curiosa y terrible reacción en los cuerpos de los fallecidos y más tarde pasar por esa vieja colina donde el arcano monolito repleto de signos blasfemos habrá empezado a vibrar después de eones de tranquilidad cósmica… pero eso ya será otra historia.

jueves, 5 de marzo de 2020

De gente mayor y ganchos de izquierda


En un momento toda la gente allí presente habían formado un corrillo a nuestro alrededor, dejándonos un espacio circular de unos cuatro metros de diámetro para la pelea. Mi primera pelea, por cierto.
Yo soy una persona pacífica, quizás demasiado. Ya en el cole me llevé más de un golpe por mi actitud pasiva ante cualquier atisbo de problemas y eso con los años degeneró en una cobardía congénita que me hizo eludir los problemas de formas en algunas ocasiones, vergonzosas. Por supuesto nunca me han faltado excusas y siempre he adornado mis rastreras huidas con frases como “dos no se pelean si uno no quiere” o “la violencia engendra violencia”, sacadas de pelis de chinos cobardes la mayoría. Pero en esos momentos no tenía otra opción que luchar. Me habían presionado y acorralado y no tenía escapatoria, por no hablar del público que observaba en silencio como en las pelis americanas de pandilleros. Menudo papelón. Pero volvamos al principio.

Un corrillo de gente, decía, en silencio, expectantes, y en medio del corrillo yo, con la guardia baja y mi rival, puño en ristre gritándome “¡Que te doy con la izquierda! ¡Que te doy con la izquierda!”. Y es que su amenaza tenía un sentido porque se trataba de un señor de noventa y dos años con la mitad derecha de su cuerpo paralizada por un ictus.

Os voy a ahorrar explicaciones de como llegué a esa situación. La vida a veces da muchas vueltas y terminas en el lugar equivocado con las personas equivocadas. Lo que sí tenía claro era el dilema con el que me enfrentaba. Ese señor además de frágil estaba muy enfermo. Mantenía un puño en alto pero su otro brazo colgaba sin vida en su costado, al igual que la pierna derecha que apenas le sostenía y utilizaba para pivotar como un compás. Pero lo más terrible era su rostro, con ese ojo de mirada perdida, ese labio caído… Y esa voz rota y profunda que gritaba “¡Que te doy con la izquierda!” con un tono que hacía presagiar que cumpliría su amenaza. Y mi dilema, que casi me olvido. ¿Qué debía hacer yo en ese momento? Tomar la iniciativa y zurrar a ese pobre anciano aprovechando mi superioridad física sería un abuso que seguro me dejaría en un mal lugar en la sociedad… Pero dejarme pegar por un viejo paralizado supondría una vergüenza que debería llevar sobre mis hombros durante el resto de mi vida. Por suerte soy una persona con una inteligencia superior y una velocidad de análisis envidiable por lo que pensé un plan maestro en cuestión de segundos. Ahí va.

El plan maestro en cuestión de segundos.
No podía empezar la pelea, eso estaba claro. Darle un puñetazo, ponerle la zancadilla o simplemente darle un empujón para que perdiera el equilibrio y luego pisarle la cabeza habría sido un exceso de fuerzas, una injusticia y por ende, una mancha en mi reputación de tipo pacífico y diplomático para siempre. Dejarme zurrar tampoco me parecía bien, así que busqué un punto medio. Fingiría un ataque, lo que viene a llamarse una finta de toda la vida, resistiría ese izquierdazo que llevaba rato anunciando el viejo y luego devolvería el golpe con elegancia. Un único golpe en el mentón, directo, limpio, definitivo. Defensa propia, te he pegado porque me has pegado, tú te lo has buscado, es que no has aprendido nada con noventa años por estos mundos… La gente lo entendería, seguramente no me alabarían ni me sacarían del ring a hombros, pero sin duda no condenarían mi acción y eso era suficiente. Volvamos a la pelea.

Subí la guardia, juego de piernas y moví ligeramente un hombro, algo que el anciando percibió como el inicio de un ataque y me golpeó. Su puño arrugado y descolorido cruzó el aire a una velocidad nada desdeñable y se estrelló contra mi pómulo, emitiendo un “crack” que os aseguro que no fue de mi cara. La mano se le dobló de una forma rara y seguramente se le rompería algún dedo, pero lo importante es que yo no noté nada. Sus viejos huesos o cartílagos habían absorbido toda la inercia por mi. La gente allí presente emitió un leve “Oooohhh” al ver la pasividad con la que había recibido ese golpe directo a la cara y supongo que durante años hablarían de la gesta de ese tipo que tenía la cara tan dura como el acero, aunque no fuera así. Pero no nos perdamos con fantasías que llega mi turno.

Mi turno.
La cosa ya estaba decidida. Había recibido un golpe y eso me autorizaba a contraatacar si cargas morales posibles. Preparé un puñetazo ante la sorprendida mirada del viejo y se lo estrellé en la cara. Esta vez sonó una especie de “chaf” ya que le di en el lado derecho, el malo, y su rostro blando e insensible recibió el golpe con total indiferencia. El viejo apenas se inmutó y la gente allí reunida soltaron un sonoro “Ooohhh” al ver como ese anciano había resistido el golpe de un joven vigoroso como yo.

No si al final el héroe de acero acabaría siendo él y yo me quedaría en el cutre ese que no podía ganar a un viejo que le triplicaba en edad. Esperé un segundo golpe que tampoco me dolió y le solté otro… En el mismo lado y con idénticos resultados. A esos golpes les siguieron otros. Yo era inmune a los suyos y él se cuidaba de dejarme a la vista su lado invencible, pivotando hábilmente con su pierna mala. Los golpes se sucedían sin cesar, el público nos observaba expectante, la pelea parecía que iba a seguir hasta el fin de los tiempos… pero entonces llegó el enfermero jefe de planta y se puso en medio. “¿Qué está pasando aquí?” dijo claramente enfadado. Entonces todos los demás enfermos deshicieron el corrillo y se marcharon como si nada, el anciano fue llevado de nuevo a su habitación y yo me quedé solo, sin saber si mi orgullo estaba herido o solo magullado, sin saber si había actuado bien o si me había equivocado, sin saber si eso realmente había sido mi primera pelea o solo un entretenimiento común en ese hospital de locos en el que estaba confinado.