viernes, 24 de agosto de 2018

Regalos de mierda 21 (la epopeya de los mapaches parte 2)

El niño se levanta de la cama y se arrastra hasta su armario donde abre un doble fondo secreto y se hace con un martillo y un cincel que guardaba allí para emergencias. Con la habilidad de un picapedrero manco comienza a golpear la escayola que recubre su pierna y le mantenía postrado en su cama desde hacía semanas, hasta que ésta se parte y cae al suelo. Una vez liberado comprueba como su supuesta lesión ha desaparecido y se pone de pie sin demasiado problema. Abre la puerta de su cuarto y baja las escaleras que conducen al salón.
El lugar parece haber sido azotado por una catástrofe natural o una guerra; los muebles están destrozados, las paredes agujereadas y el sofá despide algo de humo. Su padre está fregando unas abundantes manchas rojas del suelo mientras la madre entra y sale con bolsas de basura que parecen pesar bastante.
-Papá... ¿Qué ha pasado aquí? ¿Todo esto lo han hecho los mapaches?
-¿Qué dices de mapaches? -pregunta el padre extrañado hasta que su esposa salta hacia él dando volteretas en el aire y le propina un fuerte pisotón. -Ah si... los mapaches. Ya ves la que han montado esos marsupiales... -la madre le pisa el otro pie -¡..procionidos quería decir!
-Así es hijo mio. Esos simpáticos animalitos la han tomado con nosotros y no van a parar hasta que nos vean muertos, así que vamos a tener que mudarnos a otra ciudad, lejos de aquí, quizás más agreste y pastoril.
-¿Me estáis diciendo que nos vamos a vivir al campo? -responde el niño indignado-. ¿Pero y el curso que tengo a medias? ¿Y mis amigos? ¿Y mi vida, mamá, qué va a ser de mi vida?
-No te preocupes por eso, pequeño. Lo estabas suspendiendo todo, tus amigos solo vienen contigo para burlarse de ti y tu vida no puede ya empeorar mucho más. Tomate este cambio como una nueva oportunidad de empezar de cero.
-No estoy seguro. Tengo mis dudas... ¿Y si descubro que todavía no había tocado fondo?
-Tu no te preocupes por nada. Toma esto que seguramente te será muy útil.
El niño abre el paquete que su madre le ofrece y suspira tan intensamente que las paredes de sus pulmones se pegan y tienen que hacerle la respiración asistida para que vuelva a aceptar aire.

Cuando despierta está dentro de su coche. Mira por la ventana y ve alejarse su casa, rodeada de coches negros aparcados sin ton ni son, con las puertas abiertas y con todos sus ocupantes metidos en bolsas de basura que rebosan los contenedores del barrio. Un hilillo de humo empieza a aparecer por una de las ventanas. Todo su pasado se aleja de él, ardiendo como una hoguera gigantesca. Su padre conduce en silencio y su madre se gira para sonreírle mientras se dirigen a un futuro incierto.

jueves, 9 de agosto de 2018

De flotadores y suspiros (un relato de superación, ilusión, amistad y muerte en alta mar)


Sé que muchos/as de los lectores/as de este blog os habréis creado una imagen de este autor (yo) basada en anteriores entradas en las que reniego del deporte, del culto al cuerpo y en general de toda actividad física destinada a competir con otros seres humanos por lo general superiores y por lo tanto capaces de humillarme en cualquier disciplina. Pero precisamente por esto hoy he decidido romper una lanza en mi favor y explicar la verdad sobre mi pasado que no es otra que si no la de que en su día (mejor dicho en mi día) pude destacar en un deporte, ser el mejor, e incluso liderar un equipo olímpico que viajó hasta los confines de la tierra para defender la bandera de nuestro amado país. Así que vamos allá con el relato.

Corrían los años ochenta, a finales. Yo era un niño tan patoso que mis padres temiendo que cualquier día me cayera al río y me ahogara me apuntaron a clases de natación. Y allí, el primer día nos hicieron hinchar un flotador a cada uno y ante la sorpresa del monitor, resultó que yo era capaz de hincharlo con un solo soplido; mientras los otros niños necesitaban casi cinco minutos de jadeos y ponerse azules, yo llenaba mis pulmones y los ponía a reventar en cuestión de segundos y de una sola inhalación. Tal proeza pulmonar llamó la atención de las altas instancias de las piscinas municipales que hablaron con mis padres y les comentaron que con un poco de voluntad podría meterme en un grupo de apnea y desde allí ir escalando puestos hasta llegar a lo más alto (o lo más bajo, según como se mire en este deporte) y poder vivir de mis habilidades. Mis padres vieron la oportunidad de salir de la miseria y me vendieron a los señores de las piscinas que rápidamente formaron un equipo y comenzaron con mi instrucción.

Desgraciadamente para el mundo de la apnea, mi instrucción fue cuanto menos frustrante para mis profesores. Era capaz de hinchar tan rápido los flotadores que en cuanto se despistaban cinco segundos yo ya estaba chapoteando en la piscina metido en un patito de goma amarillo. Así no había manera de enseñarme a nadar y mientras que mis compañeros eran unos apneistas mediocres, yo no era capaz de meterme en el agua sin entrar en pánico. La situación era desesperada ya que por lo visto habían pedido una beca a la federación mundial de deportes de agua y en cuatro días se la habían fundido en bañadores de diseño y cenas de empresa. Sin poder devolver la beca ni entrenar adecuadamente al equipo de apnea no les quedó otro remedio que inventar una nueva disciplina olímpica: La apnea en seco.

La apnea en seco consistía en poner a media docena de tipos a aguantar la respiración y el que más tardara en coger aire ganaba, pero a la federación de deportes acuáticos mundiales no les interesó por la falta de líquido y en cuanto a deportes en seco dijeron que o se ponía algo de escenografía o aquello quedaba muy aburrido, así que se inventaron una especie de trajes de pez y un baile en el que nos agarrábamos de las colas y fingíamos nadar. La idea pareció gustar a ambas federaciones y otorgaron una cuantiosa suma de dinero para el vestuario, dietas y transporte. Desgraciadamente las olimipiadas de Barcelona estaban demasiado cerca y nos dieron cita para las de Atlanta, que es una ciudad que ya suena así como a peces y cosas sumergidas y pensaron que encajaríamos bastante bien.

Llegó el año 96 y debido al entrenamiento extremo al que me había sometido, era capaz de hacer la cola del cine, la de las palomitas, ver la película y subirme en el coche sin respirar. Ya sentía el peso de las medallas de oro en mi cuello. Llegamos a Atlanta entre ovaciones y aplausos, eramos jóvenes, atléticos (aunque yo lo único que tenía era un pecho como un tonel de vino) y nos llovían las mujeres y las mascotas por todas partes. Aquello fue una bacanal algorítmica que a medida que se acercaba el día de la competición aumentaba exponencialmente hasta crear un maelstrom de emociones y confusión de orientación sexual. Cuando salimos a la palestra el estadio entero enmudeció, expectante por presenciar ese nuevo deporte que prometía derrocar al fútbol como deporte rey y al voley femenino con elegancia.

Pero no. Cuando empezamos con el baile todo el mundo pareció extrañarse, como si no lo apreciaran del todo y para colmo los jueces que no dejaban de mirarnos por si respirábamos nos ponían muy nerviosos. Uno de mis compañeros perdió pie, soltó la cola de otro y ése pareció enloquecer, saltando entre el público dando coletazos como un pez fuera del agua; los cuatro que quedábamos intentamos seguir el ritmo, pero la visión de nuestros dos compañeros fracasados era perturbadora. El público nos odiaba, los jueces nos odiaban, nuestros compañeros estaban a punto de morir de pura vergüenza y nuestros entrenadores, sentados en las gradas junto a los jefazos de las confederaciones de agua y tierra huían en helicóptero no sin antes llenarse los bolsillos de canapés y champañ a granel. Nuestro mundo se desmoronaba y nosotros no podíamos hacer otra cosa que bailar esa danza ridícula sin respirar. Los cámaras de las televisiones enviadas a retransmitir las olimpiadas se retiraban y tiraban los carretes a la basura mientras que los espectadores quemaban las papeleras; en pocos segundos el estadio olímpico de Atlanta se había convertido en un escenario de violencia, fuego y excrementos voladores. Cuando una butaca ardiendo y con un señor de Wisconsin sentado encima golpeó al cuarto de mis compañeros, decidimos dejarnos el baile y huir de allí. Solo dos lo logramos. El tercero cayó asfixiado por exceso de apnea cuando recorríamos el túnel del honor que llevaba a los vestuarios. Una vez allí nos quitamos los disfraces de pez, nos vestimos de mujer para no ser reconocidos y salimos a la calle, donde parecía haber empezado el puto fin del puto mundo. La policía lanzaba gases lacrimógenos sobre los espectadores rabiosos que se estaban volviendo caníbales pero como nosotros todavía no respirábamos no nos afectaron y pudimos cruzar el cordón policial alegando estar embarazados, para llegar al puerto donde robamos un humilde esquife y empezamos a remar hacia casa.

Pasamos tres semanas en el mar, remando en una dirección aleatoria, comiendo gaviotas y bebiendo zumo de gaviota. La humareda de Atlanta había desaparecido en el horizonte y todo apuntaba a que moriríamos en el mar, como vulgares pescadores indonesios. Y fue en ese momento cuando tuve una revelación. Una de esas profundas. Me di cuenta de que debíamos vivir, llegar a nuestras casas donde nos estarían esperando nuestras familias con indiferencia y seguir adelante con nuestras vidas sin más pretensiones que ser felices, sin necesidad alguna de aplausos ni reconocimientos, sin luchar por algo que no somos, porque el tiempo en el que estamos en este mundo es efímero y no debemos malgastarlo compitiendo con nuestros compañeros de camino. Bajé la vista, miré a mi hermano de equipo y suspiré. Entonces él me miró, me señaló con el dedo y me dijo “¡Has respirado! ¡Soy el campeón del mundo de apnea en seco!” Le sacudí con el remo y alimenté con su cuerpo a las gaviotas de las que más tarde me alimentaría yo.

Y ya. Y fin. Que ya ha estado bien por hoy.



jueves, 2 de agosto de 2018

De estamínicos y antiestamínicos



Alicante, mes de agosto a las tres de la tarde. Bajo del coche y me dirijo al centro de salud a ponerme mi vacuna mensual contra la alergia. Las calles están vacías, normal con la que está cayendo y mis pasos son pesados y lentos debido al alquitrán derretido que se me queda pegado en las suelas. Cuando entro en el edificio noto que el aire acondicionado no funciona y  todo está en penumbra. Aquí no hay ni dios, normal otra vez ya que la gente está de vacaciones y con tanto recorte hay que ahorrar electricidad. Me dirijo a la zona de enfermería atravesando pasillos vacíos repletos de consultas cerradas y llamo a la puerta correspondiente. “Adelante” grita una voz femenina algo rasgada, estridente y desafinada.

En el interior descubro que mi emfermero de siempre, un hombre afable y dicharachero no está y en su lugar hay una señora extraña con bata y el cabello largo y rizado hecho una maraña sobre sus hombros.  Ya me han cambiado al enfermero, normal en estas fechas vacacionales, pero lo cierto es que las cosas normales terminan ya en este punto.
Entro a la consulta y le doy la cajita con la vacuna. La enfermera se hace con ella, la abre, echa un vistazo a los papeles y saca una jeringuilla de un cubo; no lleva el plastiquito protector pero yo en mi ignorancia pienso que eso que aparentemente parece un cubo de basura será en realidad un recipiente de esterilización. Después llena la jeringuilla hasta los topes y se acerca a mi.

-Bájese los pantalones, por favor -me dice.
-¿Los pantalones? Normalmente me la ponen en el hombro y…
-¡¿Quien es aquí la profesional!? -me grita, claramente ofendida.

Ya la he ofendido. Mal. Nunca hay que poner en duda la profesionalidad de una profesional, especialmente si ésta tiene en las manos un objeto punzante. Me desabrocho los pantalones y los dejo caer hasta los tobillos. Ella se acerca. Noto que tiene un tic raro. Y entonces me doy cuenta de que la jeringuilla está mucho más llena de lo habitual. Debería callarme pero el miedo me vence.

-Perdone mi osadía, pero… -comienzo a decirle -¿Está usted segura de que esto son 5 ml? Yo veo mucha mas cantidad y no quisiera poner en duda su profesionalidad pero…
-¿Qué? – Me responde claramente irritada -¿Estás poniendo en duda mi profesionalidad?
-No no, precisamente le estoy diciendo que no quiero…
-¡Entonces silencio!

Me callo y la dejo hacer. Noto un pinchazo prolongado en mi nalga derecha, escuece un poco, supongo que debido a que la aguja estaba algo oxidada y luego me limpia el pinchazo con un escupitajo. Cualquiera le protesta. Me subo los pantalones, recojo mis cosas y me marcho, dejándola allí plantada, jeringuilla en mano y sacudiéndose con pequeños espasmos irregulares. Menuda enfermera extraña. Yo no me vacuno más en agosto.

Finalmente salgo a la calle, la luz del sol me ciega momentáneamente y aspiro el aire recalentado por los tubos de escape y los aires acondicionados. Y de pronto algo hace reacción en mi. Apenas he dado quince pasos cuando noto como si todas las gramíneas, gatos y ácaros del polvo hubiesen lanzado sus partículas contra mi. Los bronquios se me cierran, los ojos se me hinchan y pican, la garganta me arde… Estoy teniendo un shock analfilácteo de esos… Doy la vuelta y me dirijo de nuevo al centro de salud pero la pierna derecha no me responde; está hinchada e inerte así que no me queda otra que arrastrarme lastimeramente, sin apenas ver ni respirar hasta la puerta del edificio, pero la encuentro cerrada a cal y canto.

-¡Socorro, necesito el antídoto! -grito asmáticamente, pero nadie abre la puerta y falto de oxígeno caigo medio desmayado. Entre brumas veo aparecer la figura de un anciano que porta un bastón y una bolsa de caracoles asados recién recogidos de la zona pastoril de la ciudad.

-¿Qué está haciendo aquí con esa pierna tan hinchada, joven? Debería ir al hospital. Al nuevo. Éste lleva más de diez años cerrado. -me dice.
Entonces miro a la acera de enfrente y veo un hospital nuevecito y brillante con sus puertas abiertas y una plétora de gentes entrando y saliendo con sus vacunas bien administradas en el hombro.

-Gracias caballero -le respondo al de los caracoles -. ¿Pero entonces quién...?
Y al volver la vista atrás vislumbro en una de las oscuras ventanas del insalubre antiguo hospital un rostro desencajado y sonriente que me mira con desprecio.
No pienso volver más a ese hospital.