jueves, 17 de agosto de 2017

Jevis (paternidad 47)


Ser padre es fuente de novedades y experiencias continuas. Normalmente se trata de pequeñas cosas; pequeñas cosas enervantes y agotadoras que le hacen pensar a uno que ha errado su camino en la vida y que la muerte va a ser su única salvadora a esta existencia de trabajo duro, estrés emocional y una vida familiar enervante hasta el punto de descomponer el sistema nervioso central. Pero a veces pasan cosas que a uno le hacen pensar. Y en mi caso escribo lo que pienso y no contento con eso, lo publico aquí con la sana intención de ilustraros con mis experiencias. Pero voy al lio.

Cuando no era más que un preadolescente lleno de granos y con un físico semejante al de un crustáceo decapoda dendobranquiado, las puertas del valhalla se abrieron y fui bendecido por los dioses con el don de poder sentir el metal. El verdadero metal. Y desde entonces fui asiduo comprador de cedeses de saldo de Iron Maiden y asistente a conciertos y festivales de toda índole que... Bueno, no de toda índole, ya que si algo no sonaba todo lo jevi que debiera, tenía todo mi asco y desprecio desde lo más profundo de mi cromado corazón.
Y al principio molaba mucho; había encontrado mi lugar en el mundo, mi identidad, mi gente (o hermanos del metal, como me gustaba llamarlos) y de todas las experiencias posibles, la más gratificante era la de los festivales. Jevis por miles, música, bandas a tutiplén, polvo, pelos, mugre... El summum de ser jevi, vamos.
Algunos años después la cosa cambió. Tal y como me iba adaptando al mundo real, conocía a gente no jevi y básicamente maduraba, los festivales dejaron de ser mi única referencia posible y comenzaron a perder fuelle. Los cámpings me parecían agotadores, el sol me quemaba cada vez más, los grupos que no me gustaban eran una pérdida de tiempo...
Finalmente dejé de asistir a festivales y conciertos salvo de forma muy esporádica y siempre que quedaran cerca de casita. Es lo que se llama ser viejo, estar cansado de todo y sentir como la apatía de la vida te consume. Pero entonces llegó el Leyendas del Rock, el cual no solo es uno de los grandes festivales jevis de este país si no que además me queda al ladito de casa. Pero al ladito ladito, de ir y volver con el coche en un momento.
El Leyendas le dio un nuevo sentido a ir a festivales. Podía coger el coche, ir a ver a los grupos que me gustaban, volver a mi casa a cenar y de vuelta al festival si luego me apetecía. Había llegado al control absoluto del cuerpo sobre el concierto. Había alcanzado la perfección. Pero lo raro estaba aún por llegar. Y ahora comienza la entrada de verdad.

Este año decidí dar un paso evolutivo lógico y no solo ir al Leyendas como llevo haciendo desde hace tres o cuatro años: Ir acompañado por mi hija mayor que tiene siete años, casi ocho, y ello significa que está preparada moralmente para mezclarse entre las gentes del metal y además (punto clave), no paga entrada todavía. Y allí estábamos, padre e hija, caminando entre melenas que giraban cual molinillos de pelo, gente saltando, brazos rematados con puños terminados en cuernos... La cosa parecía hacerle gracia al principio pero al poco ya me pidió ir a dar una vuelta por las instalaciones "a ver que había" y yo pensé "que quieres encontrar aquí, una ludoteca" y efectivamente llegamos a la ludoteca del Leyendas del Rock. ¡¿?!
Situada en un lugar privilegiado del recinto, a la sombra de altos olmos y con bar y aseos (limpios) propios, la ludoteca era una zona de columpios con monitores y mesas de actividades en las que los padres jevis podían dejar a sus retoños mientras iban a beber como cosacos o a sacrificar gente para invocar demonios del infierno. Yo, en cambio, decidí sentarme en una sillita a reposar el alma y observar a los niños con camisetas de Motorhead tirarse por el tobogán. Y entonces, de pronto, mirando a mi alrededor, tuve una de esas revelaciones que empiezan con un tempus fugit.
De pronto me di cuenta de que yo era un padre. Un padre que había acudido con su hija a un concierto y que había acabado relegado a unos columpios donde se oía de fondo a los Tankard berrear como bestias. Y a mi alrededor otros padres y sobretodo madres en la misma situación que yo nos observábamos de reojo, como apoyándonos en nuestro estado, como hermanos... hermanos del metal de nuevo, como cuando todavía estaba en mi fase gamboide. Y de pronto me sentí vivo y libre. Yo, el raro entre los raros había encontrado mi lugar en unos columpios de un festival, sentado en una silla de plástico y con un granizado de limón en la mano. Por fin, después de tantos años podía relajarme. Pero poco iba a durarme la tranquilidad, pues una terrible paradoja se estaba acercando a mi para ensombrecer ese instante de iluminación.

Reconozco que me cuesta fijarme en las cosas y darme cuenta de lo más elemental que pueda haber a mi alrededor, pero al final uno capta las señales y se entera de que algo pasa. Una madre me sonrió. Una chica algo más jóven que yo, con una camiseta negra y mallas me miró y sonrió aprovechando que yo estaba dirigiendo mi vista a los precios de los polos y me la crucé por el camino. También le sonreí. Mirada y sonrisa cómplice de quien se ve en una situación extraña pero se consuela pensando que no es el único. No se repitió, pero poco más tarde, cuando me acerqué a la niña a decirle que se estaba haciendo tarde, pude notar como otra madre, una pelirroja alta y pecosa me lanzó otra mirada la cual no pude esquivar y hubo otro intercambio de sonrisas. Me sonrió la monitora y otra madre, esta última más entrada en años pero que causó el mismo efecto extraño en mi. Llevaba veinte años asistiendo a festivales y nunca, jamás, me había comido una rosca. ¿Podría ser que el cambio de situación al haberme convertido en un hombre maduro acompañado por su hija hubiera cambiado mi suerte? Podría parecer algo positivo pero el ir con la niña me impedía a su vez cualquier tipo de acercamiento. ¿Era eso justo?
Decidí tomar la vía cobarde y largarme de allí cuanto antes con la excusa de que se iba a hacer de noche y no llevo luces delanteras en el coche ya que es un modelo antiguo, pero por el camino encontré más muestras de afecto por parte de chicas, ya no tan madres que me veían pasar de la mano de mi pequeña. Y sé lo que pensaban. Pensaban "oh, mira que padre tan apuesto solo con su niña, seguro que es soltero, o viudo, a saber cuánto tiempo llevará sin tocar a una mujer" y no soy soltero ni viudo, pero no irían tan desencaminadas con lo otro así que aceleré el paso porque si hay algo peor que no ligar es ligar y no poder entregarse al amor. Traté de evitar las miradas pero resultaba imposible; era como si el mundo entero se hubiera detenido para verme pasar. Comencé a cojear pensando que si fingía un defecto físico parecería menos atractivo pero solo logré empeorar las cosas "oh mirad a ese atractivo padre viudo que quedó herido al salvar a su hija de algo horrible, vamos a hacer que olvide su dolor" y por los pelos logré salir de ese lugar repleto de miradas lascivas que prometían felaciones eternas a ritmo de Slayer y Pantera.

El año que viene vuelvo.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Regalos de mierda (18 de 284)



Son las siete de la tarde. Empieza a oscurecer. El niño está sentado en su cuarto, en penumbra, mirando por la ventana con expresión sombría. En el parque de enfrente de su casa los niños juegan y ríen. Niños despreocupados, acompañados de sus madres, tirándose bolas de nieve y comiendo helados de fresa en una envidiable armonía. El niño les envidia. Envidia de la mala. De la de odiar. De la de desear desintegrarse y reencarnarse en un crio normal con una madre normal. 

La puerta de la habitación se abre. La madre asoma la cabeza y se fija en la figura agazapada y torcida de su hijo. Éste la mira con los ojos vacíos de emociones, creando una zona negativa entre ellos que a duras penas deja pasar el aire y propagarse el sonido. A pesar de ello la madre se esfuerza en hacerle llegar su voz.

-¿Estás bien, hijo mío...? Te noto algo obnubilado, triste, melancólico, taciturno, abatido, afligido y umbrio.

-Necesito un cerebro-. Responde el niño tras unos segundos de silencio.

-¿Como el espantapájaros de Mago de Oz? ¿O como Aníbal Lecter?

-Como ninguno de los dos, mamá. ¿Estás loca? Necesito una reproducción de un cerebro humano para clase de anatomía neuronal avanzada y no he hecho nada porque me tienes amargaaaadooo...

-¿Anatomía neuro qué? Pero si solo tienes...-. Comienza a decir la madre pero el niño la interrumpe.

-Voy a suspender tanto que me van a bajar dos cursos y volveré a...

-No te preocupes hijo mio-. Dice la madre resuelta. -Te conseguiré ese cerebro.

Lo siguiente que el niño ve es a su madre cruzando el parque derribando niños, apartando carritos a patadas y adentrándose en el bosque más ocuro que ninun ser humano haya visto jamás. En dirección al bazar chino del otro lado, sin duda.

A la mañana siguiente un rayo de sol entra por la ventana y se clava en el ojo izquierdo del niño, que al abrirlo, se encuentra con una cajita a su lado. No con poco miedo la abre y contempla con estupefacción, asombro, pasmo, desconcierto, conmoción, estupor y consternación lo que contiene.



miércoles, 2 de agosto de 2017

Os lo juro.



Os juro que este año no quería. Os juro que no estoy de humor y este tipo de cosas no apetecen. Acabo de enviar el libro nuevo a la imprenta y eso me ha representado una carga de estrés que no me esperaba. Y luego está el trabajo, que estas fechas no perdona. Y todo el mundo tiene prisas y tu no quieres saber nada de él pero ahí está: El mundo que te oprime y te empuja y te obliga a ir a su ritmo.
Y cuando crees que no puedes más, sigues adelante y maldices al cielo donde te observa un poderoso e inmisericorde astro que recalienta nuestra vida hasta el límite del licuado. Y entonces te das cuenta de que…
Hace un calor que…
Te torras.
Te torras.
Y te torras.