viernes, 20 de octubre de 2017

De extraterrestres invasores y marginación social.




A mediados de los años noventa la vida no era como ahora. Los jóvenes (y yo por aquél entonces lo era), no estábamos tan conectados al mundo a causa de la ausencia de internet, redes sociales y teléfonos móviles, por lo que el gran entretenimiento del momento era la televisión. Desgraciadamente, yo no era un joven normal y en lugar de ver la tele, tenía otras aficiones más oscuras como leer o explorar mi propio cuerpo de forma erótica. Y ahora que sabéis la diferencia entre el yo y los otros a mediados de los noventa, paso a relatar lo acaecido.

En esos años yo iba al instituto más por ir, que pensando en labrarme un futuro. Me relacionaba poco con otros humanos, pero a pesar de ello pude notar como repentinamente, no sabría si en un día o una semana, los comportamientos de mis compañeros comenzaron a verse alterados. Me cruzaba con personas que hasta el momento eran aparentemente serias caminando con una sola pierna, moviendo los brazos de forma extraña y pronunciando palabras sin sentido, cuando no simplemente sonidos guturales.

Al principio me extrañó, pero al comprobar como ese comportamiento errático se extendía hasta alcanzar a los escasos amigos que tenía, la cosa se hizo alarmante. Estaba pasando algo raro y tenía que enterarme de qué era. Por supuesto, preguntar a los afectados no era una opción; de hecho no estaba seguro de si serían capaces de responderme o incluso peor, si me rechazarían por ser diferente. Estuve barajando distintas hipótesis sobre cual podría ser la causa de esa extraña aflicción, y me quedé, como no, con la más probable y creíble: La invasión extraterrestre.

Estaba mas que claro que alguna raza alienígena estaba controlando a los humanos, cortocircuitándoles los celevros y revirtiéndoles a un estado primitivo e inofensivo, preparando, sin duda alguna, una invasión a gran escala. Pero fuera por mi forma de pasar desapercibido o por alguna anomalía genética, sus ondas disruptores mentales no funcionaban conmigo y eso me convertía en el único humano capaz de enfrentarse a ellos y de salvar a sus congéneres. Yo. Un héroe en ciernes, un paladín de la humanidad, un adalid de la salvación.

Pero la euforia me duró poco más de dos minutos. Al pensarlo fríamente comencé a sentir una enorme pereza frente a la tarea que se me venía encima. ¿Por donde empezar? ¿Cuánto debería sacrificar para lograr mi objetivo? ¿Hasta que punto pondría en riesgo mi integridad física? Rápidamente comencé a sentir envidia de todos los humanos idiotizados de mi alrededor, y pensé en lo fácil que habría sido todo de no haber sido inmune a las ondas extraterrestres.

A la mañana siguiente entré en el instituto con la moral por los suelos. Observándolo objetivamente, todos esos chavales y chavalas que hacían cosas raras parecían divertirse más que yo, lo cual no difería mucho de lo que había sido mi vida hasta el momento. Me crucé con Alf, un viejo amigo y que venía hacia mi deslizándose sobre su pie izquierdo y con las manos colocadas como si estuviera sujetando las bridas de un caballo. “¡Pecadoooorrrr!” me gritó al toparse conmigo y yo le miré con tristeza. Había sido un tío listo hasta ese momento, de los que sacan buenas notas y te dan buena conversación en el tiempo fuera de clase. Traté de esquivarlo pero me siguió. “¿Donde vas, fistro de la pradera?” fue su siguiente frase y me dio tanta pena que decidí empujarle por las escaleras para terminar con su agonía. No soportaba verle así. Pero cuando me acerqué a él para darle la paz que merecía, pareció volver en si y me dijo: “¿Es que no ves Genio y figura?”. Yo le respondí poniendo cara de tonto. “Tio, el programa de la tele donde sale Chiquito de la Calzada”. Y yo respondí finalmente “¿Chiquito de qué? No. No lo he visto nunca…” Y me miró decepcionado y se alejó, en busca de otros que como él, reían las gracias de ese humorista desconocido y que se había convertido sin yo saberlo, en el fenómeno de masas del momento.

Esa noche subí a la terraza a mirar el cielo. Imaginé un mundo lejano entre las estrellas poblado por una raza hostil que querían subyugar a la humanidad con ondas idiotizadotas, que afectaban a todos menos a mi, y aún sabiendo que no eran más que una fantasía, me alegré por esos momentos en los que me hicieron sentir especial.

miércoles, 11 de octubre de 2017

El castillo de los pasillos interminables. Una aventura más épica de lo que parece.





Mi caballo se detiene ante las puertas del castillo y antes de poner los pies en el suelo, me paro a observarlo. Es un edificio antiguo de altos muros y aspecto terrible. No cabe duda de que su interior alberga grandes peligros y misterios, pero puede que también tesoros ocultos.
Camino hasta la entrada y veo un desvencijado cartel que reza “Grandes recompensas aguardan a aquél que logre salir con vida del castillo de los pasillos interminables”. El mensaje es claro: La vida de quien penetre en estos muros peligra. Pero eso no logra intimidar a aquellos que como yo, no tienen nada que perder.

La enorme puerta de entrada se abre sola al acercarme, como si hubiera alguna fuerza desconocida que esperara de antemano mi visita. Asciendo las escaleras, preparo mis armas y comienzo un camino que pondrá a prueba mi tesón y mi cordura. Los primeros metros son una pequeña muestra de lo que me esperará en el trayecto: Salas angostas, pasillos interminables, recovecos que terminan en túneles sin salida o aún peor, que me trasladan a zonas ya exploradas. Figuras fantasmales, cuerpos tambaleantes y gemidos de angustia aparecen a cada giro, pero lo peor es la sensación de estar pasando todo el tiempo por el mismo lugar y la creciente certeza de que salir de allí va a ser más difícil de lo que esperaba.

En una de las salas hallo un estante con libros, todos ellos con títulos escritos en idiomas ininteligibles. Cojo uno de ellos, me siento en un escritorio y lo abro. Descubro que mi mente no estaba preparada para tanto horror. A pesar de no entender ese lenguaje, los símbolos arcanos y las figuras que forma la terrible escritura me azotan la mente como un látigo, obligándome a cerrarlo y seguir mi camino lleno de desconcierto y desazón.

Finalmente hallo las escaleras de descenso pero éstas conducen a las catacumbas, que no son más que una versión oscura y húmeda de lo visto en el piso superior. Tapices y alfombras, lámparas y antorchas, mesas y sillas… Todo parece estar distribuido de una forma enfermiza, como si fuese obra de un loco. Y si no encuentro pronto la salida, yo también perderé la cordura.

Sigo avanzando, hago un parón para comer algo y reponer fuerzas, pero incluso la comida aquí tiene un sabor inidentificable, como si estuviese mancillada por el mal que impregna el lugar. Las últimas horas son decisivas. El avance es cada vez más lento y no veo la luz al final del túnel. El suelo está salpicado de huesos humanos, los de los héroes que llegaron hasta aquí y no pudieron continuar. Hay estantes que llegan hasta más arriba de donde la vista alcanza y los pasadizos se multiplican sin orden aparente. La cabeza me da vueltas y las piernas comienzan a fallarme. Caigo de rodillas y me encuentro con la mirada vacía de uno de esos que en su día fracasaron. No puedo caer aquí. No voy a engrosar la lista de los que no volvieron a ver la luz del sol.

Me levanto de nuevo con un último esfuerzo y como si ese gesto hubiese tenido algún significado más allá de la pura superación personal, veo a lo lejos la salida. Avanzo con fuerzas renovadas pero al llegar hasta ella encuentro el paso bloqueado. “Si la salida quieres alcanzar, de todo tu oro te debes desprender” reza la inscripción. Vacío mis bolsillos y la puerta se abre, por fin.
Una vez en el exterior, respiro el aire fresco como si se tratara de mi primer aliento y recibo la luz del sol del atardecer como una bendición. Entonces descubro el significado de esta aventura. La recompensa a este viaje era el comprender el verdadero valor de la vida, no el obtener riquezas ni gloria. El tesoro a obtener era el seguir adelante con la consciencia de que cualquier reto, por duro que sea, puede ser superado.

Antes de alejarme del lugar miro atrás, al terrible laberinto que acabo de superar y pienso que nunca jamás volveré al Ikea.

lunes, 2 de octubre de 2017

Cosas de Catalunya (parte 2 de 2)





Hace una semana aproximadamente expresé en este mismo blog y en ésta entrada concretamente mi posición moral (que no política) ante el asunto catalán referente a la independencia y al derecho de decidir. No voy a repetirme así que invito a quienes pueda interesar leer este texto, que antes se pasen por la entrada enlazada. El motivo de volver a abordar el tema es que como a estas alturas ya sabréis, el fin de semana del 30 de septiembre al 1 de octubre iba a estar en mi pueblo natal, presentando mi segundo libro, cargado de incertidumbre sobre cómo iba a ir la presentación y que iba a suceder al día siguiente. Pero dejo las conjeturas y paso a los hechos.

Debo reconocer que la noche anterior no pude dormir demasiado debido a los nervios, así que me levanté muy temprano y me subí al coche sobre las seis y media de la mañana para comenzar un viaje de casi cuatro horas hasta mi pueblo, donde debía estar por lo menos a las once de la mañana para empezar a preparar las cosas. Iba sobrado de tiempo pero por lo que estaba viendo en las redes sociales y las noticias, Cataluña se había convertido en un estado policial y temía que me pararan en un control y no llegar a tiempo al acto. Tal como me acercaba a mi tierra estuve pensando qué ruta sería la mejor para entrar. Descarté la carretera nacional, por ser demasiado propensa a atascos y retenciones y aunque estuve tentado de meterme por los caminos del interior, pasando por poblaciones como La Jana o Rossell en busca de los puentes que cruzan el río Sénia, finalmente opté por ir de cara y pasar por la autopista de peaje. Me sorprendió llegar hasta la biblioteca de mi pueblo sin ver ni a un solo policía. Ni nacional, ni guardia civil ni mosso. Me metí directamente en la biblioteca y realicé la presentación con normalidad.

Por la tarde salí a dar una vuelta y me encontré con un ambiente totalmente festivo y optimista en el pueblo. Acudí a una trobada de castellers donde no había ninguna presencia policial y donde tampoco se podían ver esteladas ni manifestación alguna de independentismos. Por la noche cené con unos amigos y aunque nos cruzamos con algún furgón de los mossos, no fue nada que escapara de la rutina. Esa misma noche llegaron vía redes sociales algunos vídeos de manifestaciones por la unidad de España en las que entre cantos del “cara al sol”, unos encapuchados se encaramaban a fachadas de ayuntamientos y arrancaban carteles con mensajes tan subversivos como “democracia” ante la pasividad de la policía. Pero hechos aislados y nada preocupante.

A la mañana siguiente madrugué, quizás demasiado, y fui a almorzar con una amiga. Ésta señora, ya jubilada, me relató con cierta inquietud como las imágenes vistas estas últimas semanas la retrotraían a tiempos pasados “como un túnel del tiempo directo al franquismo” me dijo. Pero a pesar de todo, debo repetir y hacer hincapié en ello, el ambiente en el pueblo era inmejorable. Mucha gente joven a pesar de las horas, parejas de ancianitos con las papeletas dirigiéndose los primeros a los colegios electorales, sonrisas, ánimos y mucho, mucho optimismo, como si lo importante fuera el acto de votar y expresarse antes de cualquier sentimiento político.
Viendo el buen rollo reinante, me dirigí a uno de los colegios electorales a ver qué ambiente había y lo encontré repleto de gente votando y un par de mossos observando desde lo lejos. Nada a destacar. Fui a darme una ducha y a dirigirme al pueblo de al lado a ver a la familia.
Pero al rato comenzaron los mensajes de alarma en el móvil. En un pueblo cercano la guardia civil había cargado contra un grupo de votantes dejando cuarenta heridos. La gente comenzó a organizarse y a reforzar los colegios electorales más importantes, pero la policía recorría los pueblos pequeños empleando la fuerza para hacerse con las urnas y la indignación iba en aumento. Las imágenes que llegaban desde las capitales no eran mucho mejores y no hacían más que reafirmar a la gente en su derecho a expresarse. Al final el día se saldó con 500 heridos físicamente y muchos millones de forma moral, entre los que me cuento. Y ahora si, dejando de un lado los hechos vividos, paso a mi innecesaria reflexión.

No soy independentista. Me reafirmo. Lo dije en la anterior entrada, si la habéis leído y lo repito por si no. Creo que esto, en esencia, no es más que un pulso político entre dos señores indeseables que no han dudado en lanzar a la calle a la población y a las fuerzas del orden en una especie de partida de ajedrez jugada por niños que no entienden las reglas. Pero como ciudadano catalán y español y eso que ahora viene a llamarse “ciudadano del mundo”, debo decir que todo esto ha llegado mucho más allá de banderas y fronteras. He visto a un pueblo unido, alegre, con voluntad de cambio, atacado por las fuerzas de un gobierno que ni se ha molestado en hablar, dialogar ni negociar en ningún momento; un gobierno que ha actuado con mano de hierro amparado por el inmovilismo de una oposición prácticamente inexistente que han mirado a otro lado mientras se desataba la violencia. Un gobierno que ha alimentado el odio hacia un pueblo que con su gesto no hacía más que reclamar que su voz fuera escuchada. Un gobierno que ha querido dar un mensaje claro no solo a los catalanes si no a todos los españoles diciendo que “si te saltas mi ley te vamos a moler a palos”. Y un gobierno que desgraciadamente ha hecho estallar un sentimiento totalitario entre cierto sector de la población que no solo no condenan sus actos sino que los aplauden y los vitorean. Al final lo que hemos ganado con todo esto es confrontación, odio y miedo por culpa de unos símbolos como son las banderas y las fronteras que de poco sirven si no garantizan cierta libertad y comprensión entre las gentes que las representan.

No soy independentista. ¿Lo había dicho ya? Pero el día de ayer me dejó muy triste. Triste porque me encontré con imágenes duras que rompían una armonía envidiable. Porque los gobernantes se quitaron las caretas de demócratas para mostrar lo que siempre han sido en realidad y porque a base de porrazos han roto aún más la España que pretendían mantener unida.
Por otro lado, todo sea dicho, albergo cierta esperanza sobre la buena voluntad de la gente. He visto personas en otras comunidades y países solidarizándose con el pueblo catalán, aplausos por parte de independentistas a un chaval que iba a votar “no” con la papeleta bien visible en la mano, grupos de jóvenes caminando de la mano con banderas españolas y esteladas y mucha, muchísima solidaridad entre pueblos.
Creo, y ahora ya termino, que la lucha de Catalunya es la lucha de todo el pueblo español y que si la voluntad de los catalanes llega a ser doblegada y aplastada por el gobierno, sentará un precedente que llevará a este país a su fin. Afortunadamente, no creo que esto pase. No sin recurrir a niveles mucho mayores de violencia que sinceramente, se me hacen difíciles de concebir.

No soy independentista, no sé si lo había comentado ya, pero soy catalán y deseo lo mejor para mi gente, aunque esté lejos de mi tierra y no pueda hacer otra cosa que escribir. Y ojala nunca más tenga que publicar entradas como ésta.