miércoles, 30 de marzo de 2016

De VHSs y golpes en la cabeza





Mi abuelo era un hombre de campo: Práctico, simplón y sabio dentro de su radio de acción. No le gustaban los rodeos ni las tonterías; él quería las cosas claras y medio vasito de vino para comer y cualquier otra cosa le enfurecía y no dudaba en utilizar la violencia física. Por eso a nuestra casa ni se acercaban los testigos de jehová ni los vendedores de enciclopedias. Y como no podía ser de otra forma, la tecnología (estamos hablando de los años 80) le parecía, cuanto menos, brujería. ¿Cómo iba a entender el hombre cosas sobre tubos de rayos catódicos, pudiendo creer que la tele era magia? Y entonces llegó a nuestra casa el video. “Vidrio” como lo llamaba él.

El “vidrio”, y lo voy a explicar para los más jóvenes por si acaso, era un aparatejo que funcionaba con unas cintas de casete grandotas y que servía tanto para ver pelis cual DVD o bluray moderno como para grabar programas de la tele y verlos después. Además, incluía una opción de programado que solía ser tan compleja, que aquellos que lo lograban se convertían en leyendas vivientes de la electrónica. Pero no sigo por ahí, que de esto va a ir la entrada.

Situémonos: Una casa en los ochenta, un abuelo capaz de arrancar un árbol de cuajo con sus manos desnudas y un aparato de incomprensible funcionamiento para él al lado de una tele que funciona con magia. ¿Si? Voy a seguir.

En esa época el manual de instrucciones del video estaba siempre encima de la mesa, y mi abuelo pasaba las horas muertas leyéndolo. No entendía nada. Cero. Pero él lo leía con interés, como si en lo más hondo de su ser, pensara que todo eso tenía cierta utilidad. Yo, por mi parte, con gran habilidad y conocimiento, había grabado una peli de Bud Spencer y Terence Hill en una cinta y encima de las escenas en las que no se daban de tortas, había regrabado escenas de tetas de pelis de Esteso y Pajares. Sí, señoras y señores; yo creé la cinta perfecta. Es por ello que cuando yo estaba por casa, mi abuelo sonreía, dejaba las instrucciones encima de la mesa y me decía eso de “Ponme la del vidrio”. Y pasábamos un rato juntos frente a la tele.

Pero un día pasó algo raro. Mi abuelo, que ya estaba algo mayor, resbaló en el escalón que entraba al almacén y se golpeó la cabeza contra el canto del congelador, quedando en estado de shock en el suelo. Corrimos a socorrerle y cuando recuperó la consciencia me miró y me dijo: “¿Sabías que VHS significa Video Home System?” Y a partir de ese momento todo se volvió raro. Limpió los cabezales, ya que según él eso mejoraría el visionado de las cintas, hablaba sobre bobinas, sistemas extractores y lo más sorprendente de todo: Aprendió a programar el Video Home System ese. “Es muy fácil –Me decía –Solo tienes que ponerlo en hora, dejar apretado el botón REC cinco segundos y cuando el panel parpadee, programar la hora de grabación mientras das tres volteretas laterales. Luego le das al botón PAUSE y se oirá un zumbido y…” Yo no entendía nada y la única explicación plausible para mí era que debido al golpe en la cabeza, toda la información leída del manual de instrucciones había cobrado significado para él y ahora era una especie de maestro del VHS.

Reconozco que fueron tiempos felices. Desconcertantes pero felices. Hasta que un día… Un resbalón tonto en la escalera del almacén, un cabezazo en el depósito del calentador y cuando el buen hombre volvió en si me dijo: “Ponme la del vidrio” y todo volvió a la normalidad.

martes, 22 de marzo de 2016

De brazos y krispy chickens.



Hoy tocaba extracción de sangre. Es lo que pasa; uno se hace mayor, le aparecen ciertos achaques, el médico quiere asegurarse de que todo está bien, y pichazo toca. Y no es que me preocupe. Soy camionero; un camionero del norte. Soy resistente al dolor, al desprecio de las mujeres y al mal tiempo (aunque sin ponerle buena cara). Por eso cuando ha tocado mi turno, he entrado con la cabeza alta y andares elegantes en la sala de extracción.

Dentro habían cuatro habitáculos. En el primero había un doctor de esos viejos y feos que siempre están nerviosos porque el único aliciente de su trabajo es salir a fumar y recibir los inexplicables elogios de bellas enfermeras; en el segundo un joven enfermero con cara de susto; en el tercero una señora teñida de rubio con cara de odiar a todos los seres vivos de la tierra; y en el cuarto… oh en el cuarto… La chica más dulce y delicada de la creación. Joven, bella, cándida, tierna… Una sonrisa que iluminaba la sala entera, dando calor y confort a cuantos enfermos se cruzaran con ella. Y yo, plantado en la puerta, deseando que me mandaran ante ella.

-          J. Capdemut… J. Capdemut… Al número cuatro.

Y así floto hasta sentarme frente a ella, la miro, me mira, me arremango con decisión y dejo caer mi brazo peludo y musculoso, sobre la mesa, haciendo retumbar los mismos cimientos del hospital. Le sonrío pero no parece impresionada. Y empieza el ritual: Cinta de goma en el brazo, algodón empapado en alcohol y un primer pinchazo. Duele. Vaya si duele. Pero yo no pierdo mi sonrisa segura y aguanto. Ella saca la aguja, la clava de nuevo, la vuelve a sacar y la vuelve a clavar. “Es que no encuentro la vena” se disculpa, y yo le respondo que “Tranquila, tómate tu tiempo”, aunque en realidad pienso que “¿Cómo es posible si tengo las venas tan hinchadas que esto es como pinchar un canelón con un palillo?”. Y así sigue el ritual durante un buen rato; la chica busca y busca, clava y retuerce, las venas se le escapan como arena mojada entre los dedos… Y duele. Al final, cuando mi brazo tiene el aspecto de una hamburguesa de pollo, se da por vencida y me pide probar en el otro brazo. Me siento tentado de hacerme la extracción yo mismo, pero intento mantener la sonrisa, que ya no engaña a nadie, y me arremango tímidamente. Voy a morir.  El otro brazo sufre la misma suerte de pinchazos y tortura y cuando me pregunta si me duele, le digo algo así como “No, pero creo que me estoy ma re a n d…

Cuando me despierto estoy en una camilla con los pies en alto. Noto un peso extraño en el pecho pero mis brazos y piernas parecen flotar, lo que es una sensación extrañamente agradable. La enfermera mayor viene y me mira con cara de asco. Saca una jeringuilla y me saca sangre en dos segundos y sin ningún dolor. Igual habría sido mejor que me tocara el número tres después de todo… Cuando me levanto, por fin, busco con la mirada a la joven aprendiz, pero no está. Seguro que ha llegado otro al que no le importaba que convirtieran su brazo en una masa de carne amorfa. Y así, derrotado y humillado salgo de la sala, ante la mirada burlona de abuelas y otras gentes de índole diversa, mientras ella, la dulce joven, estará cabalgando hacia la puesta de Sol junto con alguien más hombre que yo.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Regalos de mierda (12 de 284)



En una reunión familiar previa a semana santa. Todos comen paella (o cocido, según la zona) ríen y beben alegres, hasta que el niño golpea delicadamente una copa de cristal de bohemia con su tenedor e induce a todos al silencio.
-Mamá… -Comienza a decir con algo de vergüenza.
-¿Si hijo? –Responde ella amorosamente.
-Ya sé que quiero ser de mayor.
-Oh, qué bien. Ya te has decidido. Dime.
-Quiero ser… -El niño titubea pero al final se llena de valor y lo suelta. -¡Entomólogo!
Se hace el silencio en la sala; algo que no deja de ser sorprendente pues ya he dicho antes que el silencio ya se había hecho cuando lo de la copa. Estamos pues, ante el típico aunque inusual caso de “silencio sobre silencio”.
-¿Entomólogo? –Exclama la madre mientras abanica a la abuela (la del niño, no la suya que ya murió) tras sufrir un desmayo por la noticia. -¿Eso de los bichos? ¡Jamás! Tú tienes que ser taxista, como tu padre.

En ese momento el padre, que había estado todo el rato jugando al Robocop con una Gameboy adquirida en una tienda de segunda mano, levanta la cabeza y parece dispuesto a decir algo, pero como si una sombra terrible cruzara su mente, queda pensativo en su rincón, callando lo que revelaré al final de esta historia.

-Mamá, me dijiste que podía ser lo que quisiera en esta vida y que no tenía límites y que yo valía para todo y…
-Para eso no. –Le interrumpe la madre, que cansada de abanicar, había dejado caer la cabeza de la abuela, emitiendo un sonoro “clonc” contra el suelo. –En esta casa… NO.
Tal negación de una profesión tan sacrificada pero ilusionante para el niño, hace que éste salga corriendo hacia su cuarto, dejando en el suelo dos rastros paralelos de lágrimas que delatan claramente su destino. Después de eso, y con la fiesta amargada, todos vuelven a sus casas, excepto la abuela, cuyo cadáver es deslizado bajo la alfombra y el padre, que sigue en su rincón.

Por la noche, sin embargo, la madre no puede dormir; se revuelve en su cama con el remordimiento devorándole las entrañas. Su hijo no merece eso, piensa. Si quiere equivocarse en la vida y estudiar bichos y perder el tiempo abriéndolos para ver que tienen dentro, es su decisión. Arrepentida, se dirige al cuarto del niño con una linterna y le golpea la cabeza con ella.
-¿Qué pasa ahora mamá?
-Dime, hijo mío… ¿Cuál es tu insecto favorito?
-La tarántula. –Dice él medio dormido.
-Eso no es un insecto. Técnicamente es un arácnido. Los insectos tienen tres pares de patas y…
Pero antes de que termine la frase, el crio ya se ha vuelto a dormir y ella sabe qué tiene que hacer. Se envuelve en su capa negra y sale a la calle en dirección al bazar chino, donde acostumbrados ya a sus incursiones nocturnas, le dejan la puerta abierta y todo.
A la mañana siguiente, justo cuando el niño baja a almorzar, la madre le espera con una sonrisa. Él ya sabe qué significa eso, por lo que no espera nada bueno cuando abre el regalo que se encuentra al lado del vaso de leche.


Con la cabeza tan baja que la frente le rebota contra los escalones cuando sube de nuevo a su cuarto, el niño piensa que jamás saldrá de ésta. El padre, en cambio, todavía en su rincón, proyecta por fin un pensamiento: “¿Taxista? Yo no he conducido un taxi en toda mi vida.” Y mira a la madre y jura descubrir su secreto aunque le cueste la vida.

PD: Y es así como esta sección llamada “Regalos de mierda” va a dividirse en un nuevo relato llamado “La saga de El Padre” que relatará su descenso a los bajos fondos en busca de la verdad. Esperad un relato sórdido, sucio y violento, lleno de traición, mentiras y verdades que quizás estaban mejor ocultas en la sombra. Vosotros esperad eso, que luego ya veremos qué me sale.

PD2: Entrada dedicada a Giga Trol, por el aporte colaborativo, y a Master Golum por demostrarme que ser Entoólogo no está reñido con ser buena persona.

viernes, 11 de marzo de 2016

De leyendas vivientes y pies destrozados.



Saber controlar la ira es algo sumamente importante en la vida de cualquier ser humano adulto. En una vida de estrés, prisas,  choques de personalidad con otros individuos y otras cosillas por el estilo, ser capaz de dosificar la furia interna para que nadie salga herido, es esencial para superar el día a día. Y cuidado, porque si es malo el dar rienda suelta a la rabia y andar todo el día cabreado y gritándole a todo el mundo, aún peor es aguantar, acumular y luego estallar en el momento más inesperado y pagarlo con el primero que se te cruce por delante. Y esto último ha sido mi problema durante años. Hasta ahora.

El equipo de psiquiatras que estudia mi caso en una base secreta submarina, llegaron a la conclusión de que todos estos años de agachar la cabeza, asentir y fingir sonrisas podrían acabar en algo peligroso si no era capaz de controlar la rabia y me dieron unas sencillas pautas para lograrlo. Y ahora soy un hombre nuevo. Ahora soy capaz de controlar mis instintos.

Por eso esta misma mañana, cuando he llegado a la primera fábrica a descargar y he visto como un camión que había llegado detrás de mí comenzaba la maniobra para meterse en el muelle en lo que era un claro caso de “colarse”, he esperado pacientemente a que terminara, he sonreído y he ido a explicarle que lo que había hecho no estaba bien, con mi llave inglesa de once kg en la mano. Casi podía oler la sangre salpicando mi cara.

Y ahora es cuando todos, ignorantes de las normas no escritas de los camioneros, pensaréis que soy un exagerado y tal… Pero no. Veréis. Los camioneros tenemos una serie de reglas que deben cumplirse a rajatabla, tales como dejarnos salir en los carriles de entrada a las autovías (aunque para ello haya que tirar coches a la cuneta), cedernos el paso aun estando dentro de rotondas (provocando choques en cadena en los coches que nos siguen) o comunicarnos con complejos códigos a base de luces (que deslumbran y confunden a conductores de coche, los cuales acaban despeñándose  por barrancos y simas); y una de esas normas indica claramente que el primero que llega, se mete en el muelle. Así de fácil. Y ya puedo seguir.

Así que estaba yo, llave ingles en mano y sonrisa psycho-killer en mi cara, caminando decidido hacia el camionero infractor, cuando la puerta se abre y aparece ella. Ella. La mítica Camionera Sexy. Melena negra hasta la cintura, piernas bien torneadas tras una vida apretando y soltando pedales, grandes pechos, mirada penetrante e intuitiva… Dejo caer la llave inglesa sobre mi propio pié y la observo pasar con cara de embobado.

Y sé que todos vosotros, ignorantes de las leyendas de camioneros, pensaréis que soy un calzonazos y tal… Pero no. Veréis. Entre los camioneros circula la historia de una camionera sexy que viaja por las carreteras del mundo, ajenas a normas y leyes. Una camionera que guía a los camiones perdidos en la noche con sus dos poderosas… luces delanteras y que encabeza caravanas atraídas con su perfectamente redondeado… antiniebla trasero. Esa camionera… esa leyenda viviente se paseaba ante mi como si nada, al alcance de mi mano, cual yeti en montaña canadiense. Y es por ello que debía hacerme con una prueba de su existencia. 

Intenté llegar hasta mi cabina para coger mi móvil y hacerle unas fotos, pero mi pie aplastado en el suelo como un sello, solo me permitía girar sobre mí mismo como un compás. Y así estuve casi dos horas hasta que la cargaron y se marchó, llevándose consigo su leyenda. Y yo allí desangrándome como un idiota.  Menos mal que soy autónomo y no puedo morir (a no ser que me corten la cabeza, pero ssht, es un secreto) y que además tengo un blog y lo puedo contar.

La foto no es mia, obviamente, pero sería algo así de haberle hecho.

viernes, 4 de marzo de 2016

Regalos de mierda (parte 11 de 284)



La habitación estaba oscura y en silencio. El niño, acostado en la cama desde hacía días, miraba los cuadraditos de luz de la persiana bajada, maldiciendo su brillo por recordarle que allí afuera la gente seguía viviendo sus vidas, como si nada.

Todavía recordaba la humillación sufrida por el regalo de mierda 10 y por ello no pensaba volver a ver la luz del Sol. Se convertiría en un Hikkomori de esos, ermitaño de su propio espacio y ajeno al mundo exterior.

Pero de pronto sus ojos aletargados captan un movimiento furtivo en su habitación. Una sombra cruza desde la puerta entreabierta hasta las cortinas con la velocidad y el sigilo de un ninja, y de pronto la persiana se levanta de golpe, con un solo tirón de correa, y la luz inunda el cuarto. El niño, cegado y asustado, se cubre los ojos con las manos y sisea de dolor como un vampiro sorprendido por el mediodía y cuando se repone, ve la silueta de su madre recortada contra la ventana.

-¡Mamá, que haces! –Le grita. –Déjame vivir mi nueva vida.
-Ya verás cómo te alegras con lo que te he traído. –Le dice ella sonriente. –Un juego de esos de unir los puntos y adivinar el personaje.
El niño se queda pensativo por un instante, y ella prosigue.
-Sé que te gustan mucho y  eso va a estimular tu inteligencia y tus dotes deductivas y…
-Vale, vale, mamá. Dame el juego ese y un lápiz y veré si lo puedo adivinar…

La mirada acusadora del niño hace que la madre agache la cabeza y salga de la habitación otra vez. Él se levanta de la cama y va a bajar de nuevo la persiana, pero descubre que su madre la ha levantado tan a lo loco que ésta se ha pasado de vueltas y ya no volverá a bajar nunca más. El niño se viste y se dispone a continuar con su antigua vida.