sábado, 30 de julio de 2016

De blogs y calores



Siempre me pasa por estas fechas. Serán las inminentes “vacaciones” el calor o simplemente alguna alineación astronómica anual, pero me encuentro falto de creatividad (suponiendo que este blog haya sido creativo alguna vez) y me cuesta sentarme y escribir algo coherente (suponiendo que…), por lo que incumplo mis plazos de publicación de entradas y esto se queda un poco abandonado. Y precisamente de esto quería hablar: Los blogs abandonados.

Hace unos días leí una entrada en un blog viejuno, en la que hablaba de todos aquellos blogs que desaparecieron. No voy a desarrollarlo mucho, pero básicamente decía que la edad dorada de la blogosfera estuvo entre 2005 y 2010, en cuyo momento se crearon cienes de miles de blogs que al poco fueron abandonados para pasarse a otras plataformas como twitter, facebook, youtube etc… Este dato me hizo comprender por qué encuentro blogs por ahí con cuatro entradas y cientos de seguidores mientras que yo llevo más de cinco años pataleando y la cosa no acaba de arrancar. Y es que esto es lo de siempre. Yo siempre llego tarde a todas partes.

Soy el típico que llega cuando la fiesta ya decae; el que se anima a levantarse y bailar cuando solo quedan tres segundos de canción; el que pide otra botella de agua cuando ya todos se levantan de la mesa. Soy ese desfasado que se compra gafas de pasta cuando ya no están de moda, pide una horchata en octubre y le sirven el solaje marrón, y el que se abrocha el cinturón cuando ya le ha parado la guardia civil y le denuncian por gilipollas.

O eso… o es que simplemente hace mucho calor. Un calor abrasador que no le deja a uno moverse ni pensar. Calor que derrite las ideas y las ganas. Un calor… que te torras.

Claro. Te torras y tienes que beber mucho.

viernes, 22 de julio de 2016

La saga de El Padre (Parte 2 y epílogo)





El Motorista Ninja, más conocido por su identidad secreta como El Padre, entró en el edificio de los Taxistas Malvados sobre su Harley, lanzando shurikens a diestro y siniestro (eso es con ambas manos), ya que conocía la técnica ninja para controlar su moto con la mente. Y ahora, antes de que tanta información os desmoralice y os lleve a leer otros blogs mejores, que los hay , vaya si los hay, voy a hacer un pequeño resumen del cómo empezó todo esto.

Hace muchos, muchos años, cuando El Padre todavía era El Soltero Sin Hijos, viajó con un amigo suyo a Japón; pues en aquella época estaban muy de moda los destinos exóticos. Y allí, en un viaje guiado al monte Fuji, se separaron del grupo persiguiendo una mariposa y acabaron en una pequeña aldea oculta que resultó ser la última aldea ninja que quedaba en Japón. Por la proeza de haberla encontrado, el líder del pueblo se ofreció a entrenarlos, y allí permanecieron durante años, hasta que decidieron regresar. Pero cuando volvieron a su país descubrieron que la excursión del monte Fuji había desaparecido sepultada por un alud, y ellos habían sido dados por muertos. Y así, aprovechando tales circunstancias, decidieron adoptar nuevas identidades para poder utilizar sus habilidades ninja en su beneficio. El Soltero Sin Hijos se hizo motorista, mientras que su amigo se metió a taxista. Y ahí empezaron los problemas gordos.

Mientras que Soltero Sin Hijos formó una familia y solo utilizó sus habilidades para hacer el bien, el taxista se dejó seducir por el lado oscuro del taxismo, convirtiéndose en el líder indiscutible del gremio de Taxistas Malvados de la ciudad. Desde entonces, desde su edificio del mal, se dedica a entrenar a sus discípulos taxistas en el arte de poner mala cara a los clientes, devolverles mal el cambio y buscar siempre la ruta más larga a cualquier lugar; todo ello mientras luchaba incansablemente contra su ahora archienemigo Motorista Ninja.

¿Y qué pasó? Pues que cuando El Padre (alias Motorista Ninja) descubrió que el que hasta ahora creía que era su hijo, era en realidad hijo de un taxista… le dio mala espina y se fue en busca de respuestas… y venganza.

Y es por ello que ahora subía las escaleras del edificio de pie sobre la moto y rebanando taxistas malvados con una espada en una mano y lanzando estrellas envenenadas de cuatro en cuatro con la otra. Hablar de sangría, matanza, carnicería o, como les gusta en estados unidos “carnaval de la carne” sería quedarse corto, pero dar detalles podría resultar desagradable, así que concluyamos en que finalmente el Motorista Ninja llegó al último piso y derribó la doble puerta de teca (la reina de las maderas, dicen) y se plantó frente a una mesa larga con un sillón de esos grandes cuyo ocupante observaba la ciudad a través de una enorme cristalera, dando la espalda a nuestro héroe.
-Así que… Finalmente te has decidido a venir a por mí. –dijo tranquilamente la voz grave del Taxista Malvado.
-Así es. Es hora de acabar con esto. –contestó el Motorista Ninja quitándose la capucha que le cubría el rostro.
-Has descubierto lo de… Tu mujer. ¿No es así?
Y entonces el Taxista se giró y miró a los ojos al Motorista. Sus ojos eran fríos y había una mueca burlona en sus labios. Se levantó y se desabrochó la camisa. Era grande y fuerte, más que el Motorista, aunque ya se sabe que luego estas cosas engañan.
-Te tiraste a mi mujer y me encasquetaste al crio… -comenzó a decir el motorista mientras sus músculos se tensaban con la furia y algunos objetos pequeños a su alrededor comenzaban a levitar con la energía desatada. -…llevo media vida aguantando las histerias de esa loca y las tonterías del crio… -la sala comenzó a vibrar y los cristales a resquebrajarse. -¡No sabes las cosas que podría haber hecho! ¡Todas esas pelis de dibujos que me he tragado! ¡Los viajes al Ikea! ¡Las mudanzas y las barbacoas y las ferias y todas esas mierdas de estar casado y con hijos! Ha llegado tu hora, bastardo.

Y la energía contenida por el Motorista estalló, sumiendo en el caos toda la habitación, pero el Taxista estaba listo y contraatacó. Comenzó un combate épico con muchas volteretas, puños atravesando muebles (de teca) y paredes (también de teca, allí todo era de teca), armas entrechocando con destellos de chispas y otras muestras de poder sobrenatural muy pirotécnicas y difíciles siquiera de imaginar por nosotros, humanos mundanos. Pero cómo no, al final el bien siempre vence, y el Malvado taxista dio con sus huesos en el duro suelo (de teca), o lo que quedaba de él, ya que medio edificio había quedado destruido.
-Ha llegado tu final. –le dijo el motorista acercándose a él, lentamente.
-Eres un idiota. –le respondió el derrotado. –Has estado equivocado todo este tiempo.
-¿Equivocado? Habla o sentirás toda mi furia.
-Ese niño sí es tuyo. –comenzó a explicarle el taxista. –Estaba buscando una forma de joderte la vida y decidí que lo mejor era que fueses padre. Porque tú no querías… ¿Cierto?
-Veo que tienes ojos y oídos en todas partes. Sigue.
-Envié a un agente especial a tu casa una noche. Te hizo una punción escrotal y te extrajo esperma. Después lo congelamos y esperamos al día en que tu mujer cogiera uno de nuestros taxis malvados. La narcotizamos y procedimos a inseminarla con tu propio esperma. Todo habría salido bien de no ser porque despertó antes de tiempo y al ver al taxista ahí metido, pensó que se había dejado seducir por él.
El Motorista Ninja escuchaba perplejo la explicación de su rival.
-Si amigo. Tu mujer es muy rara. –Le dijo el Taxista al ver su cara. –La cuestión es que el plan había salido aún mejor de lo esperado. No solo ibas a ser padre sin quererlo, sino que tu mujer estaba convencida de que el niño era de otro. Era cuestión de tiempo que la falsa verdad saliera a la luz y desencadenara nuestro combate final.
-O sea que… -comenzó a decir el Motorista. -…mi hijo es mío y mi mujer no me ha sido infiel.
-Bueno. Yo no estaría tan seguro de lo segundo. Dicen por ahí que es bastante pu…
-Mi hijo es mío y mi mujer no me ha sido infiel. –volvió a repetir el Motorista sin escuchar a su derrotado rival y subiéndose de nuevo en su moto. –Pero una última cosa. Dime… ¿Realmente ha merecido la pena urdir un plan tan absurdo solo porque pensabas que tener un hijo empeoraría mi vida?
-Pensé que te quitaría tiempo de entrenar y te volverías fofo y apático.
-Pues no ha sido así. Y quiero que sepas… Que tener hijos es una experiencia vital que bla bla bla, realización personal bla bla, y hasta que no eres padre no sabes bla bla…
Y una vez terminado su discurso de tópicos, dio gas a fondo y saltó por la ventana de teca en una caída libre de quince pisos hasta la calle, rebotó en el toldo de un vendedor de fruta y cogió la avenida en dirección a casa. La noche estaba terminando, pero sus aventuras no habían hecho más que empezar.
Fundido en negro y vamos al epílogo.

Epílogo:
El Padre y su hijo estaban sentados en la terraza, con los pies colgando en el inmenso vacío de la calle. El niño estaba un poco asustado porque no sabía a qué se debía esa inesperada e inusual cita con su padre.
-Mira hijo mío; sé que nunca hemos hablado así, de hombre a hombre, pero hay una cosa que quiero decirte.
-Claro papá.
-Yo nunca te lo he dicho, pero quiero que sepas que te qui…
Pero en ese momento apareció la madre con su habitual cara de felicidad y un paquetito envuelto con un lacito entre las manos. “Te he traído un regalo, hijo mío.” Y le dio la caja al niño. Cuando se hubo marchado, el niño la tiró al vacío sin haberla abierto.
-Quizás no estaba tan mal. Igual esta vez había acertado. –le dijo el padre.
El niño le miró muy serio y se encogió de hombros. Ambos rieron hasta que salió el sol. Porque era de noche. Todo el rato ha sido de noche en este relato. Debería haberlo dicho al principio.

miércoles, 20 de julio de 2016



Me gustaría ser un pájaro para poder vestir plumas todo el año,
no tener que preocuparme por dientes carcomidos,
y poder cantar sin desafinar.

Me gustaría ser un pájaro para no tener que mirar relojes,
desprenderme de falsas necesidades,
y olvidar todo lo prescindible.

Para poder volar sobre el mundo,
reírme de aquellos que se mueven arrastrando los pies,
cagarme en banderas, símbolos y estatuas,
y emprender una huida sin perseguidores.

Me gustaría ser un pájaro para volar en círculos sobre ti,
depositar una pluma sobre tu cabello,
y regalarte una canción.

Para ponerme a prueba alzando el vuelo,
subiendo más allá del cielo,
y dejarme caer sin mover las alas.

Y que en la noche me veas caer,
desintegrándome ante tus ojos,
y me confundas con una estrella fugaz.

lunes, 11 de julio de 2016

Una entrada rural.





Aunque os parezca mentira, yo no he sido siempre camionero. Hace algunos años me dedicaba a otras cosas, como por ejemplo repartidor/instalador de electrodomésticos. Y es a esa época ya lejana a la que se remonta el relato, por supuesto real, que voy a explicar a continuación. ¿Preparados? Pues allá voy.

Estaba yo sentado en el asiento del copiloto de la furgoneta de reparto mientras al volante iba mi compañero (al que a partir de ahora llamaré Compañero para preservar su identidad), el cual siempre conducía porque así controlaba la radio y podía torturarme con Alejandro Sanz y otras mierdas (respetables, eso sí, que sobre gustos no hay nada escrito) que sonaban por aquella época en una conocida emisora. Pero a pesar de eso, Compañero no era un mal tipo; nos llevábamos bien, era un poco friki, y solíamos tener conversaciones surrealistas durante los viajes. Y ese día tocaba uno especial, ya que íbamos a llevar una lavadora a una casa de un pueblo perdido en las montañas entre Las provincias de Montsiá, Matarranya y Maestrat.

Cuando llegamos nos encontramos en un típico pueblecito de montaña de esos en los que a uno le gustaría quedarse a vivir pero que al final no lo hace por miedo a morir de aburrimiento y frío. Las calles eran estrechas y empinadas y nuestro furgón avanzaba con dificultad. Encontrar la calle a la que nos dirigíamos era simplemente imposible, ya que no existían los gpss y muy probablemente ese pueblo no estuviese mapeado en ningún lugar. Solo nos quedó entonces, recurrir al rudimentario método de preguntarle a alguien. Las calles parecían desiertas, pero al final vimos a un señor mayor paseando por la calle. “Baja tu” me dijo Compañero, así que a regañadientes abrí la puerta y me acerqué al viejo. 

Ante mi tenía a uno de esos pintorescos abuelos de pueblo con bastón, boina y mirada perdida en inmensos pozos de sabiduría obsoleta. Me miró y luego miró algo asustado a la furgoneta.
-¿Sois una ambulancia? –Me preguntó asustado.
-No, no. Venimos a traer una secadora. Es por si sabe usted donde vive… -Me puse a buscar la nota en el bolsillo.
-¿Qué ha pasado? ¿A quién venís a buscar? –Seguía el anciano con su tema.
-Que no somos una ambulancia, señor, que venimos a…

Y es que no sé si lo sabréis, pero en esos pueblos olvidados y con la población tan envejecida, cuando alguien enferma y es llevado al hospital, muchas veces no regresa, ya que o bien se queda allí o queda al cuidado de los hijos o en una residencia… Y eso preocupa enormemente a los otros habitantes, ya que ven como con cada visita de ambulancia su población queda reducida y el lugar condenado a la despoblación y el olvido. Pero claro, yo eso no lo sabía y por ello no entendía la desesperación del hombre, que seguía muy asustado.

-¿A quién os vais a llevar? ¿A quién? –me dijo agarrándome por la corbata. (Nos obligaban a llevar un uniforme de trabajo muy raro que consistía en un mono azul, corbata y cinturón de lentejuelas. Color corporativo le llamaba el flipado del jefe)
-¡Qué no somos una ambulancia, señor! ¡Suélteme! 

Y entonces por una de esas cosas que pasan en la vida, no controlé bien mi fuerza ni tuve en cuenta el estado de avanzada edad del hombre, y al empujarlo perdió el equilibrio y cayó con tan mala suerte que estrelló la cabeza contra el bordillo y ésta se le abrió como una sandía madura. Me llevé las manos a la cabeza y miré a Compañero con la boca muy abierta pero sin decir nada. Él salió de la furgoneta copiándome lo de las manos en la cabeza y se puso a mi lado.
-¡Le has matado! –me gritó.
-No. Le hemos matado. –le reproché. –Recuerda ese día que se te cayó esa tostadora por las escaleras y me soltaste que éramos un equipo y que la responsabilidad era compartida. Ahora no me digas que todo ese discurso solo fue para no tragarte solito la bronca del jefe.
-¡Le hemos matado! –gritó, extrañamente convencido por mis argumentos. –Hay que entregarse a la policía.
-¿Pero qué policía va a haber en este sitio? –le respondí convencido. –Subamos a la furgo y busquemos ayuda. Seguro que en el pueblo habrá un bar de viejos y allí estará todo el pueblo metido.

Y así, no muy convencidos de cómo actuar, comenzamos a dar vueltas, subir cuestas, girar esquinas… Hasta que por fin encontramos a alguien en la calle. Un viejo muy similar al anterior, pero vivo, claro. Paramos la furgoneta y bajé muy sofocado a preguntarle dónde buscar ayuda. “¿Sois una ambulancia?” fue lo primero que me dijo. “Qué más quisiéramos que…” y entonces me di cuenta de que estaba hablando con el mismo viejo de antes. Misma cara, mismas ropas (aunque esta vez estaban manchadas de sangre) y la misma obsesión por las ambulancias. Compañero bajó del furgón con una sonrisa de oreja a oreja y gritando eso tan frankensteiniano (no sé si existe esta palabra, pero yo la pongo) de “¡Está vivo, está vivo!”. Pero al final el hombre se puso nervioso, el no controlar la fuerza, pérdida de equilibrio y cabeza contra el bordillo otra vez.
-Le has vuelto a matar. –me dijo Compañero con tristeza.
-Le HEMOS vuelto a matar. –recalqué yo.
-Le hemos vuelto a matar. –repitió. -¿Pero estás seguro?
Me agaché, le tomé el pulso y comprobé que su anciano corazón había dejado de latir. La sangre brotaba de su cabeza abierta como si fuera una fuente.
-Sí. Lo estoy. –sentencié. –Esta vez sí.
Nos quedamos un momento indeterminadamente largo en silencio, mirando al pobre hombre, hasta que decidimos que era hora de entregar la nevera y después entregarnos nosotros a las autoridades. Pero cuando ya me disponía a subir al vehículo, noté que algo me agarraba del pantalón. “Aaaambulaancia” Dijo el viejo desde el suelo, vivo de nuevo. Grité de puro terror. Compañero gritó a pesar de que no sabía qué estaba pasando y arrancó. Salimos zumbando de allí dejando al resurrecto atrás.

-¿Qué mierdas es ese viejo? –Preguntó Compañero al verlo por el retrovisor. -¿Por qué no se muere?
-No lo sé, tío, pero esto da mucho mal rollo. Vámonos de este sitio.
-¿Y qué hacemos con la nevera?
-La tiramos por un barranco y le decimos al jefe que nos la han robado.
No pareció muy convencido pero calló y comenzó a conducir erráticamente por las estrechas calles del pueblo, buscando alguna salida, hasta que topamos con el bar. Paró delante de la puerta y comprobamos que el grueso de la población estaba allí dentro. Tocó el claxon y algunos de ellos salieron. Hombres y mujeres de avanzada edad y ojos curiosos nos miraban. Tragué, saliva, me aclaré la garganta y  me dispuse a explicarles lo ocurrido hasta que uno de ellos nos señaló con el dedo y dijo “¡Ambulancia!” No tuve tiempo de explicárselo. En cuestión de diez segundos ya íbamos a toda velocidad con una decena de ancianos corriendo detrás como si fueran terminators malos.

A partir de ese momento, mis recuerdos se vuelven confusos. Solo recuerdo el furgón avanzando a toda leche subiendo y bajando cuestas y escaleras, haciendo trompos en las calles sin salida y atropellando a viejos y viejas que nos volvíamos a encontrar en perfecto estado cuando volvíamos a pasar por el mismo lugar. Y ahora hay que aclarar algo que en el momento no sabíamos.

Los viejos de pueblo, además de su natural miedo a las ambulancias, crecieron libres en la naturaleza y solían comer frutos de espino albar (crataegus monogyma) que ahora se sabe que proporciona poderes regenerativos, de modo que quien los ha consumido con asiduidad de niño, se vuelve invulnerable a todo excepto la muerte por vejez, momento en el cual el efecto del fruto desaparece.
Pero por fin, la mirada de Compañero se iluminó. “¡Mira!” me dijo señalando el cartel de una calle. Comprobé en el albarán y efectivamente, esa era la calle donde efectuar el reparto. Bajé del furgón, llamé al timbre y esperé. Abrió la puerta una amable señora. 
Buenosdiasvenimosatraerlesumicroondas” le dije de carrerilla antes de que nos confundiera por una ambulancia. “Oh, que rápido.” Dijo ella con ilusión. “No os esperaba hasta…” pero un garrotazo de Compañero la interrumpió de golpe, dejándola tendida en el suelo en una postura rara.
-¿Qué has hecho, animal? –Le grité. -Ésta parecía normal.
-No nos podemos arriesgar. –Me respondió mirando el palo de madera en su mano, que no sé de donde lo habría sacado.
-Pero… -comencé a decir para nada.

Compañero me pasó el palo y corrió a la furgoneta en busca del electrodoméstico. Y mientras lo instalaba yo vigilaba a la mujer, y cada vez que se levantaba le arreaba un certero golpe en la cabeza que acababa con ella de nuevo. Cuando Compañero llegó y levantó un pulgar en señal de que el trabajo estaba hecho, a mí ya me dolía el brazo de tanto matarla y fue todo un alivio volver a sentarme en mi asiento. Ya cuando arrancábamos la mujer apareció en la puerta con un vaso de agua.
-No, gracias señora. Ya nos vamos. Ya tiene su televisor en marcha. –le dije.
-Muchas gracias majos. –dijo ella sonriendo. –Buen viaje.
-Adiós.

Y se hizo un silencio raro cuando por fin dejamos atrás ese pueblo perdido y emprendimos el regreso a la civilización, invadidos por sentimientos opuestos de satisfacción por el trabajo bien hecho y de malrrollete por la sangre derramada. Al poco tiempo dejé ese trabajo. No estaba tan bien pagado.