viernes, 5 de agosto de 2016

Agua (paternidad 44)





Que no me gusta el agua es un hecho irrebatible en mi vida. Cualquiera que me conozca un poco lo podrá afirmar y apostarlo todo a que no me verán metido en una playa o piscina. Pero cuidado que esto no significa que tenga miedo al agua o ésta me repugne en modo alguno; me ducho con cierta regularidad, bebo agua casi con exclusividad y no niego su importancia como base de toda vida sobre la tierra. Pero es precisamente ahí donde nos equivocamos los humanos, ya que si sabemos que nuestra especie evolucionó a partir de un pez que decidió salir del agua… ¿No podemos respetar su decisión? Es decir que el hecho de que hayan pasado miles de millones de años no justifica que nos sintamos atraídos por el agua como polillas hacia la luz. Me parece una cuestión de respeto hacia nuestros antepasados más que una decisión personal. Pero claro, a veces uno tiene que tragarse su orgullo y sus principios porque ha tenido hijos y éstos quieren ir a un parque acuático. Y hasta aquí mi justificación. Pasemos al parque.

Un parque acuático es como una sala de tortura medieval pero muy grande, con toboganes que escupen gente, niños chillando y chiringuitos con bolsas de patatas a cinco euros. Es como cruzar un portal dimensional a otro mundo donde todo resbala y pincha. Es como morir y despertar en un infierno húmedo y caluroso lleno de culos y pies. Y allí estaba yo, con unos calzoncillos de tela extraña, paseando de la mano de la niña. Y fue allí donde descubrí con el mayor horror que el cerebro humano puede albergar, que debido a la edad/ estatura de mi hija, era obligatorio que se tirara acompañada por un adulto. Y ese adulto… era yo.

Empezamos con los toboganes de tubo; una especie de rampa semicircular que desciende dando vueltas y facilita golpearse en todas las partes del cuerpo por igual, para al final arrojarte a una piscina como si fueras una res muerta. Pero el problema no eran los golpes ni lo absurdo del acto en sí, sino la cantidad de agua que tragué por todos los agujeros de mi cuerpo. Agua… Por decir algo, ya que allí había más materia orgánica que otra cosa. Puedo jurar que vi a adolescentes con la espalda llena de granos en la parte de arriba, llegar abajo con la espalda fina y tersa como la de un bebé por el efecto lijado del tobogán. ¿Y dónde había ido a parar tanto grano? Al agua. Y esa agua ahora estaba en mi boca. Granos de adolescente en mi boca. Terrible.

La segunda elección de la pequeña, después de un par de descensos por los tubos, fueron las pistas blandas, o algo así, y que consistían en hacer una cola de media hora para que te dejaran caer a una velocidad inhumana por un tobogán recto y con una inclinación indecente hasta una piscina que, debido a la velocidad de descenso, te golpea como un martillo blandido a dos manos por un herrero demente. Y allí descubrí la angustiosa sensación de estar dentro del agua y no saber dónde está el arriba y el abajo y pensar que ese momento es el último de la vida. En el primer salto fui capaz de ponerme de pie de una forma medianamente digna, pero en el segundo, tras ver pasar mi vida por delante de mis ojos (en la próxima vida me pido ser un mapache), logré salir escupiendo “agua” y con los mocos hasta el ombligo ante la divertida mirada de gentes de toda índole.

Y en ese punto pensaba que ya todo había terminado para mí (en todos los sentidos), pero la peque todavía me tenía guardada una última sorpresa: Los rulos. No sé si se llaman así, pero lo que ella llamaba “los rulos” era otro de esos descensos giratorios pero esta vez montado sobre un flotador gigante. La cosa parecía bastante más inofensiva, y de hecho lo era, pero antes había que superar una cola de mil millones de horas. Y fue en esa cola donde la vi. En un remanso a medio trayecto del descenso, para evitar aglomeraciones de gente, habían colocado a una chica en bikini (claro, no iba a estar en el agua con un mono de mecánico) que brillaba con luz propia. “No, si al final habrá valido la pena venir” pensé muy equivocado, ya que no tardé en deducir por mí mismo que: 1ª. La chica estaría sobresaturada de padres salidos que intentan hacerse los graciosos con ella. Y 2ª. Nunca, nunca jamás de la vida podremos causarle buena impresión a una chica  que lo primero que ve de nosotros son nuestros pies acercándose a su cara a toda velocidad. Fue por ello que decidí callarme la boca, no decirle ni mu, y seguro que ella me lo agradeció.

Y así terminó mi hazaña; con el dulce sabor de la derrota; con el estómago lleno de agua pura y cristalina y un codo despellejado. Pero también con la satisfacción indescriptible de haber hecho feliz a mi hija sin preocuparme por mi salud y bienestar. No como mi mujer que se pasó toda la tarde en la sombra con la bebé, comiendo patatuelas y sin mojarse el pelo.

9 comentarios:

  1. Falso lo de las patatuelas y el pelo. Otro día te quedas tú con la bebé gimiente...

    ResponderEliminar
  2. T0da esta historia del parque i no cogiste tu camara sumergible para ponernos una foto con tetas? (o del google vaya)

    Te quería ayudar con una imagen y tal, pero he encontrado esto y me ha hechomás gracia:

    http://3.bp.blogspot.com/-bOmZP-dO-H0/ThHha3CcHwI/AAAAAAAABmE/pcrv2X2Nvm8/s1600/fffffM.jpg

    Lastima q no se meter para que se vea.

    ResponderEliminar
  3. Respecto al agua, cuan equivocado estás, respecto la diversión, aunque es divertido ver como sufres tanto. Suerte que no viste al típico amigote que te queire hacer una aguadilla y te disloca una vértebra, o el que se tira a bomba cuando estás dentro del agua muy creca y te rompe una costilla. Lo espero para la seguanda parte.
    ;-P
    También he echado de menos una foto de esas, de ropa de verano fresquita.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hace mucho que decidí no tener amigos para evitarme estos malos momentos.
      En cuanto a la foto... Intentaré arreglarlo en la proxima entrada.

      Eliminar
  4. Cualquier resquicio de duda que tuviera sobre la preconcepción que tenía hacia este tipo de divertimentos ha quedado holgadamente resuelto.

    ResponderEliminar