lunes, 26 de septiembre de 2016

De incendios y trabajos



Hace pocos días, el vertedero municipal del municipio (válgame la redundancia) donde habito, por motivos que desconozco pero que no me importan, ardió hasta los cimientos, cubriendo el pueblo de una densa nube oscura y maloliente durante un par de días, cosa que además de obligarme a volver a lavar la ropa que tenía tendida, me recordó a un incidente similar que me sucedió hace ya unos cuantos años.

Por aquél entonces yo era un joven melenudo y soñador que trabajaba en una empresa dedicada a la recuperación de residuos y en la cual me encargaba de clasificar papeles según tipo para después meterlos en una trituradora y que luego fueran llevados a una compactadora que los embalaba. No voy a explicar las vicisitudes del trabajo porque son indeterminantes (otra palabra inventada, voy a una por entrada) para este relato, pero si quiero apuntar que no hay que imaginar papeles y cartones a boleo como los que tiramos en los contenedores azules (esos van a otro sitio y sirven para hacer otras cosas), sino más bien camiones cargados de documentación confidencial (bancos, grandes empresas de esas con logos chulos, documentos policiales, revistas y libros excedentes de editoriales y distribuidoras) y por ello la necesidad de destruirlos. ¿Ya? ¿Lo tenéis claro? Pues sigo.

El caso es que uno de esos camiones descargó una montaña de papeles que fueron directos a la trituradora pero en los cuales viajaban ocultas ciertas piezas de metal que pasaron inadvertidas al encargado de clasificación (ese era yo) y al entrar en las cuchillas de la máquina, crearon ciertas chispas que prendieron el polvo de papel que a su vez prendió los papeles más grandes y de allí el fuego pasó a la compactadora que comenzó a arder como si no hubiera un mañana. Yo no tuve tiempo ni de decir “Elminster” cuando las llamas ya alcanzaban la estratosfera, las sirenas de alarma sonaban a pleno pulmón y toda la planta estaba movilizándose. Entonces yo, que soy un hombre serio, decidí seguir punto a punto el protocolo de seguridad y evacuación que habíamos ensayado solo unas semanas atrás y que consistía en coger la mochila con el bocadillo y salir hacia el punto de reunión, situado en la calle, corriendo y agitando los brazos.

Cuando llegué afuera descubrí extrañado que estaba solo. Ni uno solo de mis compañeros o personal de la planta habían seguido el procedimiento. Al principio me tranquilicé pensando que habían muerto todos en el infierno que se había desatado allí dentro, pero al cabo de un rato recapacité. Aunque la humareda y las llamas eran espectaculares, no estaba afectando a toda la planta, por lo que era improbable que nadie hubiera sobrevivido. Y como soy un tío valiente, pasado un tiempo prudencial en el que el fuego disminuyó considerablemente, entré de nuevo.

El espectáculo en mi puesto de trabajo era Dantesco Alighieresco. Mis compañeros estaban luchando contra el fuego con extintores, mangueras y cubos; incluso el personal de oficina, famoso por no ser capaz de acachar el lomo más de 25º, estaban dejándose la piel por salvar la empresa. Y así, con la fuerza de la unión, trabajadores, secretarias y jefazos lograron juntos dominar el fuego. La empresa estaba salvada, pero mi integridad física corría más peligro de lo normal.

Cuando esas gentes ennegrecidas por el hollín, tosiendo sin parar y con las piernas todavía temblando por la tensión y el esfuerzo me vieron aparecer limpito y respirando sin problemas, sus miradas se clavaron en mi como si quisieran (de hecho querían) fulminarme. Me rodearon con sus caras negras desencajadas por la furia y el odio y cuando creía que ya me iban a linchar, apareció de entre las últimas llamas el jefe máximo de la empresa, así, cual T-1000. Se acercó a mí y todos se apartaron para abrirle un pasillo. Me miró. Le miré. Y me dijo:

-¿A dónde habías ido, Capdemut?

Y yo le dije:

-A mi casa, a preparar un currículum.

Y se hizo el silencio y de pronto todos se pusieron a reír. No sé si por mi respuesta o porque el humo les había dañado el cerebro. Pero el caso es que al final todo quedó en un susto.

PD: Ya no trabajo allí.

12 comentarios:

  1. XD
    Siempre me quedo pensando qué % de verdad contendrán estas historias.

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    1. Para saberlo hay que aplicar el teorema de Pitágoras. Eso de sumar los catetos y tal.

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  2. Hay mas % del esperado, yo trabajaba en aquel entonces en una fabrica cervana donde haciamos patillas y cejas falsas con recortes de pelusilla indeterminada y vi el humo y a Capdemut salir corriendo mientras rellenaba papeleo.

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    1. Recuerdo tu empresa. Yo era donante de pelusa del ombligo por aquél entonces.

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  3. No sé porqué tengo la sensación de que hay una moraleja oculta en todo esto, pero se me escapa...

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    1. A veces la moraleja es precisamente, que no hay moraleja.

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  4. Se puede decir que la relación con tu empresa echaba chispas. Hasta que explotó.

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