lunes, 7 de septiembre de 2020

De monotonia laboral y señales de alarma.

 


Están siendo unos meses raros, lo admito y reconozco, aunque supongo que eso no sorprenderá a nadie ya que además de que está siendo un año complicado para todo el mundo, yo soy especialmente sensible a los cambios. Y uno de esos cambios, ya metiéndonos en el siempre aburrido ámbito de lo laboral, me ha dejado sumido en un estado de desconcierto y alienación nunca experimentado en mis carnes hasta este momento.

Y es que si había algún punto en común en el sinfín de oficios que he ejercido, ese era mi derecho a obnubilarme, distraerme y sumergirme en mis propios pensamientos manteniéndome así al margen de las obligaciones y preocupaciones del susodicho. Pero desde hace unas semanas soy el telefonista de un concurrido centro de salud de una famosa localidad costera del levante peninsular y eso es harina de otro costal. La jornada laboral son solo siete horas que además se hacen de una tacada por la mañana y el hecho de tener las tardes libres y no estar tostándome al sol desde que éste sale hasta que se pone, debería ser motivo de alegría y albricia. Pero no.

Atender telefónicamente a más de un centenar de personas al día, todas ellas indignadas por el defectuoso funcionamiento del sistema médico ambulatorio, y muchos ellos sin tener a nadie en el mundo a quien contarles la vida, puede ser agotador. Y si tenemos en cuenta que el sistema de llamadas en espera permite que la siguiente llamada esté lista justo al colgar el teléfono de la anterior, puede llevar a cualquier persona, por muy equilibrada que sea, a la más absoluta locura.

Y ahí estoy yo, sentado frente a una pantalla sin dejar de teclear con una mano mientras sostengo el auricular con la otra, tomando apuntes con la boca y mandando con el pie señales en morse a mis compañeros de celda. Cinco personas metidas en ese habitáculo asediado por ancianos indignados al más puro estilo George Romero.

Cada día lo mismo, cada hora, cada minuto, cada segundo de verme privado de mi capacidad de ser en lo más esencial de mí mismo, una persona pensante, con autonomía mental para lograr la abstracción; alguien capaz de decir aquello de “pueden poseer mi cuerpo pero nunca controlarán mis pensamientos”, alguien a quien su creatividad le resultaba liberadora por encima de cualquier horario o jefe abusivo. Pero ya no soy ese. Ahora no soy nadie más que una voz ronca y cansada tras un teléfono sin ser capaz ni siquiera de desear que todo se vaya a la mierda de una vez.

Pero entonces sucede. Se abre la ventana amarilla de alerta por agresión en la sala de enfermería 1.

No sé si lo sabéis, pero en los centros de salud y otros lugares hospitalarios con atención al público existen unos dispositivos que al ser accionados alertan a todos los compañeros del centro de que se está produciendo una agresión a algún facultativo, así como la sala en la que ello está sucediendo para que los compañeros puedan ir en su ayuda. Y ha pasado. Por fin pasaba algo en ese lugar de hastío y monotonía.

Al ver la señal de alerta mis ojos muertos se abren de par en par. Por fin algo de acción. Me levanto de la silla haciéndola caer sobre su respaldo mientras vuelco la mesa con el ordenador y el telefonito con un rugido de furia liberadora. Me arranco la parte de arriba del uniforme a lo Hulk Hogan y tiro abajo la puerta de la garita de una patada, aplastando a un anciano que hacía cola para rehabilitación. Ya no lo va a necesitar. Salgo a la sala de espera para enfilar el pasillo que lleva a la enfermería atacada, pero la cantidad de gente que hay a esas horas obstaculiza mi camino, así que no tengo más remedio que abrirme paso como sea. Empujo un carrito de bebé al que sigue su madre azorada, agarro dos cabecitas de señoras mayores y las estrello entre sí, lanzo un golpe descendente “martillo pilón” patentado por Bud Spencer a un viejo, y finalmente fulmino a un jovenzuelo con cojera que iba a solicitar una baja laboral con un shoryuken medium punch.

Cuando llego al pasillo las cosas no se ponen más fáciles. La limpiadora, un celador con el carrito de medicinas, un médico cargado de papeles... Nadie puede interponerse entre mi y la señal de alerta amarilla, así que les arrollo utilizando el carro de la ropa sucia y les arrojo a la sala de aislamiento por covid de donde ya no podrán salir sin antes realizarse un test pcr y pasar 14 días de aislamiento aunque sean asintomáticos. Atravieso de un cabezazo la puerta de la sala de enfermería, consulta 2 al final del pasillo a la izquierda, y entro en el lugar destrozándolo todo poseído por una furia justiciera liberadora que hace que en menos de diez segundos todo el mobiliario quede reducido a astillas humeantes. Pero cuando por fin logro calmarme y observo con detenimiento a mi alrededor, allí solo estamos la enfermera y yo. Ella me mira sin poder ocultar cierta sorpresa y me dice que lo de la alerta había sido una falsa alarma, que le había dado al botón sin querer.

Regreso a mi puesto algo decepcionado. Al final este ha resultado ser otro día más.


4 comentarios:

  1. Deberías pedir unos cascos, eso relaja mucho. más que pegar a ancianos.

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  2. ¡Desternillante! Lo mejor de todo es que seguro que hay una gran parte de realidad en el relato.

    En serio, aún me estoy riendo. Jajaja

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    1. Me alegro de que seas feliz, auqnue solo sea por un ratito.

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