Seis de la mañana. El despertador me anuncia la llegada de un nuevo y glorioso día. Me levanto y hago mi rutina de estiramientos, no como alguien que se prepara para dar lo mejor de sí mismo sino como lo haría un anciano que teme atrofiarse antes de la boda de sus nieta. Bajo a la cocina y me preparo el bocadillo del almuerzo mientras caliento un vaso de leche en el microondas. Papel albal, bolsita de tela, una pieza de fruta y algo de frutos secos por si me entra hambre más tarde. Salgo a la calle todavía oscura y silenciosa y conduzco veinte minutos hasta mi puesto de trabajo. Pasan dos horas, cuatro, seis ocho y regreso a mi casa. Comida, fregar los cacharros, recoger un poco. Desidia. Me acuesto un rato en el sofá pero no logro dormir nada. Me levanto con dolor de cuello y con la sensación de culpabilidad de quien ha perdido un tiempo precioso, aunque realmente no tenía nada que hacer. Limpio un poco la casa, pongo una lavadora y observo como gira hasta que llega el momento de tenderla, preparo la cena y la comida del día siguiente, ceno y me dedico algo de tiempo a mi mismo. Cojo el móvil y abro alguna red social donde personas que no conozco parecen tener vidas, motivaciones y grandes propósitos, aunque yo sé que no es cierto, que no hacen más que interpretar un papel en esta obra de teatro amateur que es la vida. Subo a acostarme y repaso el mio. Me ha tocado el mismo que a Bill Murray en El día de la marmota, solo que yo soy cada vez más viejo y tengo cada día menos claro qué debería hacer para escapar de esta cárcel. Cojo un boli y tacho otro día del calendario. Ya queda un día menos para el fin de semana, una día menos para cobrar, para que termine el año, para jubilarme y para morir. Y antes de intentar dormir, suponiendo que esta noche sea capaz de hacerlo, pienso en lo esquivos y fugaces que son los momentos de felicidad que dan algo de color a esta gris existencia. En si no existirá un caza-mariposas mágico con el que poder atraparlos y conservarlos para siempre, clavados con un alfiler en un panel de corcho en el recibidor de casa. Para que todas las visitas puedan ver lo que una vez fuimos y ya jamás recuperaremos.
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