miércoles, 22 de marzo de 2017

Los santos fojones (parte 2 de 3 o 4 como mucho)





La Catedral de Gromenauer se alzaba entre los tejados del barrio más antiguo de la ciudad como un coloso vigilando desde los cielos. A plena noche, con las sombras creadas por la luna llena deslizándose por todos los rincones, uno parecía estar viendo una pintura representando una villa medieval, tranquila y silenciosa, ajena al paso del tiempo. Pero eso era a vista de tejado, por supuesto, ya que el barrio que rodeaba la catedral donde se custodiaban las obras de arte más caras de la historia era un lugar poblado por la gente más miserable y traicionera del mundo entero. Cuando la población de las antiguas chabolas comenzó a morirse de vieja, éstas fueron ocupadas lentamente por aquellos que buscaban un lugar lóbrego y poco vigilado para realizar sus actividades delictivas, las cuales habían alcanzado tal volumen que se llegó a un acuerdo con la policía para que ésta no entrara en la zona a cambio de que la delincuencia tampoco saliera de ella, convirtiéndose así en un santuario controlado del crimen y la degradación humana. Y a pesar de que durante el día el barrio podía verse salpicado de turistas sacando fotos y curiosos paseando distraídamente, cualquier incauto que caminara por sus calles por la noche podía ser fácilmente atracado, secuestrado, violado o asesinado en cualquier calle; incluso las cuatro cosas a la vez si se tratara de una intersección. Pero a Los Cuatro parecía no importarles ese factor de riesgo, pues tenían el culo pelado en el tema infiltración, subterfugio y agarrar a la gente por la cabeza con dos manos y crujirles el cuello con un rápido movimiento. 

Observaron la catedral desde lejos con sus prismáticos infrarrojos pero no vieron nada anormal.
-Parece que el exterior no está vigilado –dijo El Segundo, que llevaba un gorro negro de lana clavado hasta las orejas con la esperanza de que todos olvidaran que era calvo, cosa que le avergonzaba sumamente.
-Al menos no en el exterior. –apuntó El Primero con su voz ronca, como corresponde a un hombre de su tamaño. –pero nada nos asegura que no tengan un avanzado dispositivo de seguridad tras las puertas.
-Entonces ya sabemos cómo proceder. –Dijo con una sonrisa La Tercera, también conocida como La Madre, protagonista de esta historia y por lo tanto la que sabemos que seguramente no va a morir.
El Cuarto se mantuvo en silencio mientras mascaba chicle distraídamente.

Los tres restantes la miraron y suspiraron, ya que a La Madre le encantaba atarse un arnés, colarse por una ventana y colgarse cabeza abajo para descender hasta el suelo. Lo vio una vez en una película y desde entonces no sugirió otro tipo de infiltración. Y como ya se dice que “el que calla otorga”, el plan de La Madre fue aceptado por unanimidad y en un santiamén ya estaban trepando por los rugosos muros de la catedral hasta alcanzar la cúpula superior, desde la cual tenían una buena vista de la sala principal. 

Allí, en medio de la sobriedad típica de las catedrales antiguas, entre grabados, estatuas, cristaleras, altares y otras parafernalias, una docena de hombres parecían meditar en silencio.
-Parecen meditar en silencio. –dijo El Segundo.
-No es eso lo que están haciendo –dijo El primero, que acababa de agenciarse los prismáticos. –Parece que están haciendo calceta.
-Entonces es el momento ideal. –dijo La Madre, ajustándose el arnés. –Yo bajo, os abro la puerta desde dentro y nos colamos. Encontramos los cuadros y nos los llevamos.

El Cuarto la miró, admirado por su optimismo e hizo estallar una pompa de chicle, que se le pegó un poco en los labios. Los otros parecieron irritados pero no le dijeron nada, ya que por otro lado, El Cuarto era el más callado del grupo y les interesaba que así siguiera por mucho tiempo. Sin más que decir, prepararon los apechusques para comenzar la intrusión; pero en el próximo capítulo, que promete mucha más acción (en éste no ha habido nada) y emoción (que tampoco), así que solo puede ir a mejor.

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