sábado, 1 de julio de 2017

Rutina de un día cualquiera


Seis de la mañana. En ese microsegundo entre activarse el despertador y sonar la primera nota de la alarma, lo paro con el dedo meñique de la mano izquierda, con la precisión de un bisturí laser suizo. Me levanto de un salto y me enfundo en mis pantalones y zapatillas para bajar las escaleras de seis en seis y entrar en la cocina. Me preparo un zumo de pomelo al que añado medio limón para darle algo de cuerpo y me lo bebo de un trago. Dejo caer una lágrima que cuando toca el suelo lo perfora como haría un alien herido. Después bajo al sótano, a mi pequeño santuario lúdico y me siento frente al teclado; me concentro y dejo fluir mi imaginación que me envuelve de formas y colores abstracotos a los que voy dando forma a base de palabras y frases que forman historias apasionantes. Mis dedos recorren el teclado con tal rapidez que el procesador intel pentium de 450 megapondios apenas es capaz de seguirme el ritmo. Cuando termino me dirijo a mi pequeño gimnasio particular y hago abdominales y levanto pesas hasta que éstas dicen basta y subo a asearme. Me miro en el espejo del baño y veo un cuerpo que envidiarían muchos hombres con veinte años menos. La imagen del espejo me mira con ojos de fuego y me dice "sal ahí fuera y cómete el mundo".

Ocho de la tarde. Llego a mi casa arrastrando los pies y subo las escaleras a cuatro patas. Saludo a la familia y bebo agua, la cual se derrama inmediatamente por todos los poros abiertos de mi piel. Nadie osa acercarse a mi de puro asco. Me encierro en el lavabo y pongo en marcha la ducha. Antes de entrar me miro en el espejo. El señor mayor y fofo que veo reflejado me mira con una sonrisa extraña y sus ojos de hielo se clavan en mi. "¿Quien se ha comido a quén, finalmente?", me dice.

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