jueves, 9 de agosto de 2018

De flotadores y suspiros (un relato de superación, ilusión, amistad y muerte en alta mar)


Sé que muchos/as de los lectores/as de este blog os habréis creado una imagen de este autor (yo) basada en anteriores entradas en las que reniego del deporte, del culto al cuerpo y en general de toda actividad física destinada a competir con otros seres humanos por lo general superiores y por lo tanto capaces de humillarme en cualquier disciplina. Pero precisamente por esto hoy he decidido romper una lanza en mi favor y explicar la verdad sobre mi pasado que no es otra que si no la de que en su día (mejor dicho en mi día) pude destacar en un deporte, ser el mejor, e incluso liderar un equipo olímpico que viajó hasta los confines de la tierra para defender la bandera de nuestro amado país. Así que vamos allá con el relato.

Corrían los años ochenta, a finales. Yo era un niño tan patoso que mis padres temiendo que cualquier día me cayera al río y me ahogara me apuntaron a clases de natación. Y allí, el primer día nos hicieron hinchar un flotador a cada uno y ante la sorpresa del monitor, resultó que yo era capaz de hincharlo con un solo soplido; mientras los otros niños necesitaban casi cinco minutos de jadeos y ponerse azules, yo llenaba mis pulmones y los ponía a reventar en cuestión de segundos y de una sola inhalación. Tal proeza pulmonar llamó la atención de las altas instancias de las piscinas municipales que hablaron con mis padres y les comentaron que con un poco de voluntad podría meterme en un grupo de apnea y desde allí ir escalando puestos hasta llegar a lo más alto (o lo más bajo, según como se mire en este deporte) y poder vivir de mis habilidades. Mis padres vieron la oportunidad de salir de la miseria y me vendieron a los señores de las piscinas que rápidamente formaron un equipo y comenzaron con mi instrucción.

Desgraciadamente para el mundo de la apnea, mi instrucción fue cuanto menos frustrante para mis profesores. Era capaz de hinchar tan rápido los flotadores que en cuanto se despistaban cinco segundos yo ya estaba chapoteando en la piscina metido en un patito de goma amarillo. Así no había manera de enseñarme a nadar y mientras que mis compañeros eran unos apneistas mediocres, yo no era capaz de meterme en el agua sin entrar en pánico. La situación era desesperada ya que por lo visto habían pedido una beca a la federación mundial de deportes de agua y en cuatro días se la habían fundido en bañadores de diseño y cenas de empresa. Sin poder devolver la beca ni entrenar adecuadamente al equipo de apnea no les quedó otro remedio que inventar una nueva disciplina olímpica: La apnea en seco.

La apnea en seco consistía en poner a media docena de tipos a aguantar la respiración y el que más tardara en coger aire ganaba, pero a la federación de deportes acuáticos mundiales no les interesó por la falta de líquido y en cuanto a deportes en seco dijeron que o se ponía algo de escenografía o aquello quedaba muy aburrido, así que se inventaron una especie de trajes de pez y un baile en el que nos agarrábamos de las colas y fingíamos nadar. La idea pareció gustar a ambas federaciones y otorgaron una cuantiosa suma de dinero para el vestuario, dietas y transporte. Desgraciadamente las olimipiadas de Barcelona estaban demasiado cerca y nos dieron cita para las de Atlanta, que es una ciudad que ya suena así como a peces y cosas sumergidas y pensaron que encajaríamos bastante bien.

Llegó el año 96 y debido al entrenamiento extremo al que me había sometido, era capaz de hacer la cola del cine, la de las palomitas, ver la película y subirme en el coche sin respirar. Ya sentía el peso de las medallas de oro en mi cuello. Llegamos a Atlanta entre ovaciones y aplausos, eramos jóvenes, atléticos (aunque yo lo único que tenía era un pecho como un tonel de vino) y nos llovían las mujeres y las mascotas por todas partes. Aquello fue una bacanal algorítmica que a medida que se acercaba el día de la competición aumentaba exponencialmente hasta crear un maelstrom de emociones y confusión de orientación sexual. Cuando salimos a la palestra el estadio entero enmudeció, expectante por presenciar ese nuevo deporte que prometía derrocar al fútbol como deporte rey y al voley femenino con elegancia.

Pero no. Cuando empezamos con el baile todo el mundo pareció extrañarse, como si no lo apreciaran del todo y para colmo los jueces que no dejaban de mirarnos por si respirábamos nos ponían muy nerviosos. Uno de mis compañeros perdió pie, soltó la cola de otro y ése pareció enloquecer, saltando entre el público dando coletazos como un pez fuera del agua; los cuatro que quedábamos intentamos seguir el ritmo, pero la visión de nuestros dos compañeros fracasados era perturbadora. El público nos odiaba, los jueces nos odiaban, nuestros compañeros estaban a punto de morir de pura vergüenza y nuestros entrenadores, sentados en las gradas junto a los jefazos de las confederaciones de agua y tierra huían en helicóptero no sin antes llenarse los bolsillos de canapés y champañ a granel. Nuestro mundo se desmoronaba y nosotros no podíamos hacer otra cosa que bailar esa danza ridícula sin respirar. Los cámaras de las televisiones enviadas a retransmitir las olimpiadas se retiraban y tiraban los carretes a la basura mientras que los espectadores quemaban las papeleras; en pocos segundos el estadio olímpico de Atlanta se había convertido en un escenario de violencia, fuego y excrementos voladores. Cuando una butaca ardiendo y con un señor de Wisconsin sentado encima golpeó al cuarto de mis compañeros, decidimos dejarnos el baile y huir de allí. Solo dos lo logramos. El tercero cayó asfixiado por exceso de apnea cuando recorríamos el túnel del honor que llevaba a los vestuarios. Una vez allí nos quitamos los disfraces de pez, nos vestimos de mujer para no ser reconocidos y salimos a la calle, donde parecía haber empezado el puto fin del puto mundo. La policía lanzaba gases lacrimógenos sobre los espectadores rabiosos que se estaban volviendo caníbales pero como nosotros todavía no respirábamos no nos afectaron y pudimos cruzar el cordón policial alegando estar embarazados, para llegar al puerto donde robamos un humilde esquife y empezamos a remar hacia casa.

Pasamos tres semanas en el mar, remando en una dirección aleatoria, comiendo gaviotas y bebiendo zumo de gaviota. La humareda de Atlanta había desaparecido en el horizonte y todo apuntaba a que moriríamos en el mar, como vulgares pescadores indonesios. Y fue en ese momento cuando tuve una revelación. Una de esas profundas. Me di cuenta de que debíamos vivir, llegar a nuestras casas donde nos estarían esperando nuestras familias con indiferencia y seguir adelante con nuestras vidas sin más pretensiones que ser felices, sin necesidad alguna de aplausos ni reconocimientos, sin luchar por algo que no somos, porque el tiempo en el que estamos en este mundo es efímero y no debemos malgastarlo compitiendo con nuestros compañeros de camino. Bajé la vista, miré a mi hermano de equipo y suspiré. Entonces él me miró, me señaló con el dedo y me dijo “¡Has respirado! ¡Soy el campeón del mundo de apnea en seco!” Le sacudí con el remo y alimenté con su cuerpo a las gaviotas de las que más tarde me alimentaría yo.

Y ya. Y fin. Que ya ha estado bien por hoy.



5 comentarios:

  1. Ahora entiendo porque The Walking Dead empieza en Atlanta.

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    1. No he visto esa pelicula, pero tiene lógica.

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    2. No es una película, es una serie, y hay un par de temporadas decentes. Y los cómics dicen que están muy bien.

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  2. Comer de algo que se alimenta de humanos, ¿es canibalismo?

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    1. Todos los seres vivos somos hijos de Dios, así que todo es canibalismo y por lo tanto, nada es canibalismo.

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