domingo, 20 de enero de 2019

El efímero yo (de futuros y piedras)



Las variedades de piedra natural destinadas a la construcción y decoración son tantas como rincones hay en el mundo; desde los blancos níveos de Thasos (Grecia) hasta los negros impolutos de Markina (Euskadi), las tonalidades, texturas, densidades, antigüedad y orígenes de cada tipo de piedra son tantos, que después de más de diez años dedicándome a su transporte exclusivo, sigo encontrando variedades que me sorprenden. Y no lo digo por decir. Yo he llevado encima de mi camión material procedente de todas partes del mundo (Brasil, Estados unidos, Oriente medio, China, Rusia, Turquía, Macedonia…) y cuyos destinos eran tan opulentos como el edificio Burj Khalifa en Dubai (el de Misión Imposible 4), los parkings de los vehículos de McLaren y hasta el material con el que se construyó el trono de no sé qué rey del norte de África. Sus orígenes geológicos son, en cambio, lo que más me apasiona. La gran mayoría de piedras y mármoles se formaron hace millones de años cuando se sometieron a presiones elevadísimas que comprimieron su materia hasta convertirla en dura piedra: Barros, materia orgánica, calcio proveniente de moluscos y crustáceos… Todo un mundo que explorar y conocer, sin duda alguna.

¿Y a qué viene todo este rollo? Pues a que hoy me he topado con un material hecho de caracoles. Cientos de decenas de miles de pequeños caracoles fusionados entre sí formando bancadas de cocina, aseos y marcos de puertas, convertidos en puros objetos de adorno, exóticas piezas de ornamentación de casas y balcones, plazas y lugares públicos para deleite de cuantos se detengan a observar tal curiosidad. Y que en un movimiento furtivo de una grúa, una de esas piezas (todavía en fase de producción), se ha roto y un caracolillo ha caído rodando hasta mis pies. Me he agachado, lo he recogido con cuidado y he examinado esa pequeña pieza con detenimiento. Y me he venido abajo. Lo reconozco. Será porque estoy sensible, porque las navidades me resultaron especialmente desapacibles o porque miro hacia mi futuro y no veo más que incertidumbre y pesar, pero me vine abajo.

Pensé en que ese caracol estuvo vivo, tanto como yo ahora, pero con varios millones de años de diferencia. Pensé en como sería el mundo que él (o ella o ello porque seguramente sería hermafrodita, no como nosotros que tenemos que buscar pareja y es un sufrimiento) conoció. ¿Qué verían sus ojitos? ¿Qué aire respirarían sus pulmoncitos (si es que tenía, que habría que verlo)? ¿Y qué pensaría, si pudiese pensar, acerca de nuestro encuentro? Yo, una forma de vida que ni siquiera estaba en proyecto cuando él vivió, sosteniéndole con una mano enguantada y mirándole con asombro. ¿Y qué será de mi? Cuando yo muera y mueran todos aquellos que me recuerdan y a su vez mueran todos y cada uno de los seres que descienden de nosotros y el mar nos engulla, la tierra nos sepulte y mil millones de años más adelante alguien rescate mis restos, a saber por qué inescrutable motivo… ¿Qué pensará? ¿Me dedicará el tiempo que he dedicado al caracol? ¿Tratará de imaginar mi vida, mi mundo que es el mismo pero tan distinto al suyo? ¿Sentirá curiosidad por quien fui y qué hice tanto tiempo antes que él (o ella o ello porque como no sean hermafroditas lo tienen crudo)?

Finalmente suelto al caracol, lo dejo que siga rodando para continuar con su viaje eterno. Lo observo desaparecer bajo los palés de la fábrica y pienso “sigue rodando pequeño (o pequeña o pequeñe, porque vete tú a saber) y no te detengas nunca pues quizás algún día compartiremos lugar en una repisa, un banco de cocina o una escalera de los seres que sean ricos en el futuro”, hasta que una voz estridente me saca de mis ensoñaciones.

-¡Pero quieres sacar el camión de aquí que molesta, atontao, que a la mínima te quedas embobado mirando al suelo!

Y al levantar la cabeza veo al del torito sin poder entrar en la nave, al de la grua esperando, las pulidoras paradas, los discopuentes girando sin nada que llevarse a sus diamantados dientes y toda la plantilla mirándome con cara de odio. Todos detenidos, sin poder hacer nada, ni un movimiento productivo, ni un gesto de ánimo trabajador que pueda hacer que esta sociedad consumista siga adelante.

Y así pongo en marcha mi vehículo y me marcho, no sin dejar escapar una lágrima por ese caracol, y también por mi. Por mi yo fosilizado del futuro. 

El efímero yo.

2 comentarios:

  1. Muy deprimente, pero muy bien escrito y transmite mucho. Me ha gustado sobre todo lo de "sigue rodando".

    ResponderEliminar
  2. Así es la vida. Ni más ni menos.

    ResponderEliminar