martes, 26 de enero de 2021

Kings in time, escena 3: Samuel

 

Samuel era un tipo grande. No grande en ese sentido del que uno se siente orgulloso sino grande de volumen. Tenía las piernas gruesas, los brazos como jamones y un torso como un depósito de agua; a pesar de su espalda encorvada, era significativamente más alto que la mayoría de personas y su cabeza, también grande, pelada y tan esférica como un balón de playa, mostraba un rostro no especialmente feo, pero que no guardaba demasiada armonía con el cuerpo que le acompañaba. Lo normal, al mirar encima de ese cuerpo sería encontrarse con un rostro de un solo ojo, colmillos, cuernos o cualquier otra manifestación de inhumanidad, pero no era así. Samuel tenía una carita pequeña enmarcada en esa gran cabeza de la que solo sobresalían dos pequeñas orejitas completamente perpendiculares a sus costados. Tales orejas le habían costado más de una burla en el colegio, donde lo pasó realmente mal los primeros años y un poco peor los siguientes; para cuando entró en el instituto decidió dar un cambio a su vida aprovechando su gran envergadura y se hizo malvado.

Convertido en un matón de tres al cuarto, repartía estopa entre los que osaban burlarse de él, pasando de ser un marginado con pocos amigos a un violento sin ninguno. Afortunadamente esos años pasaron y Samuel encontró algo a lo que dedicarse de forma bien remunerada y que podía hacer con estilo: Extorsionar.

A las órdenes de un viejo conocido apodado Sultán, se dedicaba a ser el rostro visible de un pequeño imperio criminal que crecía a pasos agigantados gracias en buena parte a los negocios a los que Samuel acudía a extorsionar, los cuales subvencionaban de buena gana a la organización que él representaba. Se sentía en cierto modo como el comercial de una empresa muy selecta en la que era muy complicado entrar, lo cual le hacía sentir especial de un modo positivo.

Samuel aparcó su coche frente al local con el cartel de “Compro oro”, se ajustó la corbata, pues las malas prácticas no deben de estar reñidas con la elegancia, y se dispuso a extorsionar de aquél modo que solo él sabía.

Hassan observó al recién llegado. Parecía un gorila escaldado embutido dentro de un traje de Armani; caminaba con un ligero tambaleo y observaba el lugar con escaso interés. “Un cliente de esos que solo entran a mirar”, pensó Hassan. No presagiaba nada bueno.

-¿En qué puedo ayudarle, caballero? –Preguntó Hassan.

-¿Es usted el dueño de este negocio? –Contrapreguntó Samuel.

-¿Por qué quiere saberlo? –Recontrapreguntó Hassan.

-Vengo de parte de… Sultán.

-No conozco a ningún Sultán, aunque no siempre ha sido así. En mis tiempos… -comenzó a explicar Hassan animado.

-No me cuentes historias –interrumpió Samuel. –Sabes muy bien a quién me refiero. Sultán cobra a cambio de su protección. Todos los negocios de este barrio pagan tributo a Sultán y tú no vas a ser menos.

-Yo no necesito protección. Estoy bien como estoy. Pero gracias por la oferta –se disculpó Hassán, poniéndose a hacer otras cosas para dar a entender que la conversación había terminado allí.

Pero Samuel era un profesional de la extorsión y no se podía permitir fallos en su trabajo. Sultán era su amigo, ciertamente, pero también su jefe y no podía regresar con las manos vacías, así que optó por la vía rápida de la extorsión.

Aprovechando que sus brazos eran tan largos como mangueras, agarró a Hassán desde el otro lado del mostrador y lo levantó un par de palmos sobre el nivel del suelo. Iba a decirle algo sumamente extorsionante cuando entre sus brazos e interponiéndose entre extorsionador y extorsionado, apareció un pequeño rostro de ojos rasgados y sonrisa picarona. Fue lo último que Samuel vio antes de despertarse completamente magullado en la acera.


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