jueves, 3 de junio de 2021

De malas rachas y giros del destino.

 


He llegado a una edad en la que de tanto vivir, algunas casualidades se han convertido en leyes universales, el ensayo y error en una certeza científica y cosas como la mala suerte o las energías cósmicas en algo tan real y tangible como el bocadillo de mortadela que me estoy comiendo ahora mismo. Llamadme loco, soñador o simplemente viejo excéntrico, pero tengo pruebas de ello y ahora os las voy a relatar.

Resulta que desde hace un tiempo no era capaz de levantar cabeza. Por algún motivo indeterminado, cada vez que me proponía hacer las cosas de otra manera, tomarme mi trabajo como algo menos humillante o simplemente sacar buenas tiradas en el warhammer, me estrellaba contra un muro virtual de hormigón galáctico y al caerme al suelo sentía como el pie de dios me mantenía la cabeza aplastada contra el barro. Esto último es una metáfora, por supuesto, así que solo haceos una idea. Una mala racha decía, que me tenía hundido anímicamente, hastiado y cansado de este potaje grumoso que algunos llaman vida.

Entonces fue cuando por motivos intrínsecos a mi trabajo de telefonista tuve que subir a consultas a trasmitir un mensaje a una de las doctoras del centro y ésta, al verme entrar en su consulta arrastrando los pies, con la frente pegada al pecho y los brazos colgando inertes a mis costados, llegó a la conclusión de que algo raro me pasaba. Conozco bien las jerarquías del gremio de sanidad, y por lo general me cuido de hablar a título personal con alguien de rango superior a un auxiliar de enfermería, pero la chica me pilló en un mal momento y le expliqué eso del muro cósmico pero de otra manera. Le dije que no podía más, que estaba harto de usuarios exaltados y agresivos, de compañeros exigentes, de doctores soberbios y de no ganar nunca la iniciativa al enfrentarme a marines espaciales; le pregunté si al eutanasia era legal en España, si me la podía poner allí mismo y que arrojasen mi cuerpo a las gaviotas del puerto. La chica, entiendo que por buena praxis profesional y por simple y llana experiencia tratando con otros seres humanos, entendió mi estado y se apiadó de mi alma, encontrando la forma de romper mi mala suerte, quizás involuntariamente, pero vaya si lo hizo.

A la mañana siguiente entré en el centro arrastrándome por el suelo como un gusano, repté a mi silla y cuando fui a encender el ordenador descubrí que alguien me había dejado un pequeño regalo en mi parte de mostrador. Una planta de esas colganderas envuelta en papel de colores y una nota de ánimo firmada por la doctora y su residente, testigo involuntaria de la escena del día anterior. Y ahora es cuando reconozco que yo, antiguamente un camionero tan duro como el mármol que transportaba, me emocioné. Esa pequeña muestra de buena voluntad y empatía hacia alguien que hasta ese momento era el último monicaco allí, me dio fuerzas, me hizo sentir bien, vivo de nuevo, y un rayo de luz iluminó mi arrugada frente, convirtiéndome por unos instantes en un ser de luz inmaculado. Y a partir de ahí todo fue bien.

Ese día despaché a los usuarios con eficiencia y elegancia, volví a ser una persona alegre que hace chistes de la nada y siempre tiene una ironía afilada en la manga. Alguien trajo galletas de pistacho y las muestras de cariño y cordialidad surgieron espontáneamente durante toda la jornada. Al terminar, agradecí a todo el mundo su colaboración involuntaria en el buen resultado del día y me dirigí a mi coche para ir a pasar la ITV, que justo tocaba ese día, pero al subirme en él descubrí que unas gaviotas habían defecado en el cristal parabrisas. Maldije a esos bichos voladores que suponía enfadados por haber perdido el bocado que les había prometido el día anterior, y cuando fui a limpiar el cristal descubrí que no me quedaba líquido limpiaparabrisas. Y entonces lo comprendí todo.

Las gaviotas habían hecho caca en mi cristal no por rabia hacia mi, si no para avisarme de que no podía ir a la ITV sin líquido. Esas gaviotas eran instrumentos vivos de un universo que había decidido, debido al giro inesperado del destino que había propiciado el regalo de la doctora, que era hora de compensar mi larga racha de mala suerte y ahora todo debía ir como la seda. Y vaya si lo fue. Vaya. Si. Lo. Puto fue.

Llegué a la ITV derrapando y tocando el claxon como un energúmeno, me colé en la fila para pagar y cuando iba a meterme en el túnel de revisiones ese, el chico encargado de tal tarea se acercó a mi algo asustado, cosa que me sorprendió ya que él y yo tenemos cierta amistad desde hace unos años.

-¡Vete ahora que puedes y pásate otro día! -me dijo con un susurro exaltado.

-¿Por qué? -le respondí yo muy tranquilo.

-Porque hoy está aquí el inspector jefe, encargado de supervisar a los iteuveros y eso significa que hoy las revisiones van a ser mucho más exhaustivas y metódicas que de costumbre.

Entonces le expliqué al chaval lo de la planta, las gaviotas y que su inspector jefe podía venir a comerme los huevos, y aunque él no pareció muy convencido, me hizo pasar.

Decir exhaustiva era quedarse corto. Miraron cada rayita de los neumáticos, las homologaciones de los retrovisores (incluido el interior), la temperatura de los manguitos, la inclinación de los asientos y la vibración de la antena de la radio, pero nada, ni un fallo, todo perfecto.

El inspector jefe no podía dar crédito a que un coche tan sucio y conducido por un tipo tan desharrapado como yo estuviera prefecto y no dejaba de revisar papeles y papeles en busca del error, pero no. El cosmos estaba de mi lado. El universo me debía una y en esos momentos nadie podía hacerme sombra ni medirse el pito conmigo.

Cuando se convenció de que no había nada que hacer me dejaron marchar, no sin antes equivocarse dándome una pegatina del año siguiente al que correspondía y dejando caer su cartera llena de billetes en mi asiento. Para despedirme de él le escupí en los zapatos y me metí en la autovía para regresar a casa, aunque algo desvió mi rumbo. A lo lejos nubes negras anunciaban tormenta y múltiples rayos parecían querer indicar que era una de las gordas. La más gorda quizás. Y mientras que otros conductores cambiaban su dirección para huir del maelstrom, yo bajé las ventanillas, subí el volumen del radiocasete y me lancé al interior del tornado para desafiar, quizás por última vez, a mi destino.

2 comentarios:

  1. me ha encantado el final. Grandioso.

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    1. Me alegra oír eso, ya que desde un tiempo hacia aquí, cada entrada me parece que va a ser la última. Y no hay mejor final que un buen final.

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