jueves, 20 de enero de 2022

Altura (paternidad 52)

 

Si me diesen una de las antiguas pesetas por cada cumpleaños infantil al que voy desde que nació mi mayor, ahora conduciría un Ferrari arrastrado por briosos corceles en helicóptero. Y es que esto nunca se acaba, después de uno otro, si no de un amiguito de una, de la otra, propios, ajenos, cercanos y lejanos, cualquier excusa es buena para juntarse, hablar de las penas y desgracias y esperar a que los críos se cansen para comernos sus sobras.

Y como no, si los peques cumplen años significa que los mayores también, y en un abrir y cerrar de ojos he pasado de ser un padre relativamente joven y atractivo a un señor que no se sabe si ha venido a acompañar a su hija o a su nieta. ¡Oh señor porqué nos castigas con vidas tan cómodas y largas! ¿Es que quieres torturarnos haciendo que contemplemos largo y tendido nuestra decrepitud? ¿Acaso disfrutas observando nuestra desesperación, nuestros fallidos intentos por alcanzar la inmortalidad escribiendo en blogs mediocres y publicando libros de mierda que solo nos compran por compromiso y a veces ni eso? ¡Es que no tienes piedad ni consciencia! Y como decía, uno cada vez se siente más avasallado por padres modernillos de esos que visten raro, que se afeitan todos los días y que hacen deporte de forma regular.

Y aquí me hallo ahora, sentado a dos metros de una mesa donde padres y madres hablan de temas variad… hablan de covid, perdón, y sintiéndome mal por dentro y por fuera por mi incapacidad de adaptación. Es entonces cuando debido a un capricho del destino una ráfaga de aire sopla con más fuerza de la esperada y una de las cartas de Pokémon que sostenía uno de los chavales, mostrándola orgulloso a sus coetáneos, se separa de sus manos, sale volando ante la horrorizada mirada de todos y termina enganchada entre las hojas de un algarrobo, ceratonia siliqua para quien no esté puesto en el mundo de la botánica, porque estamos en el campo. ¿No había dicho que estábamos en el campo desde un principio? Pues estábamos en el campo desde el principio.

El niño se lamenta por la pérdida de una de sus mejores cartas y sus quejidos angustiados llegan a oídos de su padre, uno de esos especímenes todavía jóvenes que salta de su silla dando una voltereta trasera triple y aterriza de pie, se arranca la camiseta mostrando su pecho apolíneo y una de las asombradas madres disimula un orgasmo espontáneo. El padre heroico se dirige al algarrobo, estira el brazo y… parece que no llega. No llega de ninguna manera, ni alargando el cuerpo, ni poniéndose de puntillas, ni siquiera sacando un poco la lengua. La audiencia parece desilusionada y el pobre hombre mira al suelo buscando un palo con el que ayudarse. Yo, desde mi silla miro el ganchito de queso que tengo entre las manos y me doy cuenta de que aunque está igual de encorvado que yo, de estar recto sería larguísimo y así me levanto, camino hasta el árbol y alcanzo la carta pokémon, un bulbasur evolucionado a nosequé, y se la devuelvo al niño. El padre me mira abatido. Podrá ser más joven y fuerte, menos perezoso y dolorido, pero nunca, bajo ningún concepto (y eso es algo que no hay gimnasio que arregle), podrá ser alto.

Y así regreso a mi silla, a mis ganchitos y a seguir siendo un despojo, un ser apático y desmembrado anímicamente que contempla la vida con desidia, pero desde una posición ligeramente más elevada que otros.


 

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