Me acuesto sobre su regazo y cierro los ojos. Ningún sonido externo enturbia mis pensamientos más allá del canto de los pájaros y el motor de algún coche lejano atenuado por la brisa de esa tarde especialmente fresca de verano. No tengo muy claro donde estoy pero no me importa. Huele a hogar, a comodidad y a seguridad, y me siento como si el tiempo se hubiese detenido en un lugar indeterminado del pasado.
Sus manos acarician mi cabello con cuidado y oigo su voz diciéndome que me relaje, que después de las tormentas el cielo queda limpio y aparece el arco iris, que cuando tenga hambre me preparará algo para merendar y que si me aburro podemos ir a pasear por el campo. Pero no tengo hambre ni malestar alguno. Solo quiero quedarme quieto en ese instante de paz absoluta y disfrutar de la sensación de ingravidez.
Y poco a poco lo voy recordando todo, en sucesiones de imágenes tan veloces que solo soy capaz de atisbar momentos fugaces en los que viajo lejos de mi mismo, en los que conduzco una bestia de hierro que se alimenta directamente de mi alma, momentos de amor y felicidad empañada por el vaho de la culpa y la incertidumbre; corazones rotos incluyendo el mio, noches de sueño interrumpido por falta de aire, hoteles junto al mar y libretas llenas de palabras, ilusiones y decepciones, soledad y despedidas.
Abro los ojos para mirar a quien me consuela y me encuentro con un rostro blanco como la cera, una calavera limpia de todo vestigio de vida coronada con una bien cuidada melena recogida en una coleta que se pierde tras su vestido de flores. Un rostro que reconozco perfectamente a pesar de los años, a pesar de la muerte que nos separa. Asiento y le sonrío y ella me devuelve el gesto complacida.
“Tot anirà bé, fill meu” me susurra antes de devolverme a mi espacio y a mi tiempo.
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