martes, 28 de enero de 2020

Un relato sin nombre, parte 9

Como aquél que no quiere la cosa llegamos a la penúltima entrega de este relato que deseo que os esté gustando más (incluso) que a mi.
Y por si sois nuevos y no sabéis de qué va esto, podéis leerlo desde el principio en ESTE ENLACE.

09

De repente para Roberto hacía mucho frio. Todo el cuerpo le tiritaba de forma descontrolada y si lograba mantenerse en pie y seguir consciente era quizás por algún tipo de casualidad técnica de su sistema nervioso. Se encontraba en una sala grande, decorada al estilo oriental al igual que el vestíbulo inferior pero quizás de un modo más solemne. Olía a incienso y daba la sensación de que el lugar estaba listo para algún tipo de celebración. En el centro de la sala había una mesa baja cubierta por una tela roja sobre la cual reposaba un objeto metálico. Sandra se acercó a la mesa con su caminar grácil y silencioso. Roberto se fijó en su figura, como si quisiera retenerla como la última visión de su vida, consciente de que ya todo terminaba para él. Ese brazo que colgaba inerte de su hombro había infectado el resto de su cuerpo y ahora la podredumbre corría por sus venas. Pero no había estado mal al fin y al cabo. Había tenido una vida de lo más cutre, siempre esperando que su suerte cambiara para mejor pero sin esforzarse por que nada sucediera. Y ahora, justo en el final se veía metido en una guerra ancestral que incluía a un clan ninja luchando contra tipos metamórficos por conseguir una espada cortadora de hierba legendaria con la que salvar el mundo… o no. La verdad es que le daba igual; casi agradecía el morir para no saber qué pasaría a partir de ese momento y así poder montarse la película a su gusto. Sandra se haría con la espada, la devolvería a su clan y con ella derrotarían a esos ascendidos, Onikage incluido y el mundo florecería de nuevo mientras él se terminaba de pudrir en una tumba improvisada en algún lugar del desierto. Todos contentos.

Y fue entonces cuando sus agotados ojos percibieron algo en la periferia. Al principio pensó que se trataría de la parca que iba a por él pero luego se dio cuenta de que era una serpiente. Una de esas grandes que salen en los documentales que se enroscan alrededor de una cabra y la estrujan antes de comérsela. Y esa serpiente se movía entre las sombras en absoluto silencio en dirección a Sandra sin que ésta se diese cuenta.

-¡Sss erp -acertó a decir-. ¡Ssserpientee!

Sandra reaccionó justo a tiempo. Saltó hacia un lado con sorprendente agilidad al tiempo que la enorme constrictora se lanzaba sobre ella. La chica preparó su arma mientras la serpiente se transformaba en un hombre alto, delgado, de facciones afiladas y ojos rasgados.

-¡Onikage! -Exclamó Sandra adoptando su postura de combate característica.
-Y tu debes ser… -comenzó a decir con voz calmada y claramente malvada.
-Mi nombre es muerte -respondió ella.
-Vosotros siempre tan melodramáticos. Pero ya que nombras a la muerte, eso será lo que tengas.

Entonces Onikage sacó dos cuchillos de sus ropas y lanzó un ataque doble contra Sandra, que desapareció con un prodigioso salto vertical para situarse a sus espaldas, pero el malo de la historia predijo el movimiento y girando como una peonza invadió el espacio en el que ella debía aterrizar. Sandra rodó por el suelo para alejarse de él pero al incorporarse notó que uno de los cuchillos le había provocado un pequeño corte en un hombro.

-La serpiente te ha mordido, pequeña. Tu viaje termina aquí.
-¿Veneno? -preguntó ella aún sabiendo la respuesta.
-Sí, pero en una dosis muy pequeña como para matarte. Solo sentirás como tu cuerpo se entumece lentamente hasta que quedes totalmente a mi merced.

Sandra lanzó un ataque furioso contra Onikage pero sus movimientos ya no fueron tan certeros como antes. Éste esquivó el golpe con facilidad y lanzó una patada al plexo solar de la chica que cayó de espaldas tratando de recuperar el aliento.
-Es una pena que solo quedes tu de los tuyos -comenzó a explicar Onikage-. Aunque no dudo de que tus intenciones fueran las mejores, no creo que te hubiese servido de nada la Kusanagi. Es un arma muy especial que requiere un trato muy especial. No puede sintonizarse con ella cualquiera. Solo aquellos que cumplan ciertos requisitos pueden hacerla suya. Eso son seres místicos como yo, o mortales que hayan alcanzado la iluminación pueden usarla. En tus manos sería solo un pedazo de hierro viejo.

-¿La iluminación dices? ¿No es un principio del budismo el que relaciona el tránsito a la muerte con el instante de iluminación kármico previo al renacer?
-Así es, pero me voy a encargar de que tu muerte se alargue lo suficiente en el tiempo como para cumplir antes con mis planes.
-No lo decía por tí, estúpido…

En ese momento Roberto había logrado arrastrarse hasta la zona central de la sala, y agarrar el mantel de la mesa. Con un dificultoso y doloroso esfuerzo lo estiró y la hoja de la Kusanagi, que no era más que una espada mellada y oxidada de más de cinco mil años de antigüedad, cayó a su lado.

-¡Usa la espada, Roberto! -Gritó Sandra mientras se arrodillaba en el suelo, incapaz de sostener su propio peso.
-Pero si no puedo ni levantarla… -se lamentó Roberto.
-Concentrate. Piensa en el arma definitiva. Piensa en aquello que sea capaz de derrotar a cualquier enemigo y Kusanagi te lo dará. Eres la última esperanza del mundo.

Onikage observaba la escena consternado. Había visto al moribundo al entrar en la sala sin considerarlo una amenaza, pero ahora tenía la Kusanagi y eso podía ser peligroso. Preparó sus cuchillos y lanzó otro ataque doble. Roberto se defendió cubriéndose con su brazo malo que absorbió las dos cuchillas haciendo caso omiso del veneno que contenían. Y entonces todo estalló.

Como una explosión de energía que se liberara de golpe tras milenios de encierro Kusanagi brilló y su luz envolvió a Roberto, que ya no era más que un cadáver exhalando su último aliento. Onikage salió despedido hasta estrellarse contra la pared opuesta y Sandra rodó por el suelo hasta situarse a una distancia prudencial donde observar el milagro. Y allí, entre la luz dorada estaba Roberto, de pie de nuevo, más vivo y sano que nunca, aunque con un cambio significativo en su anatomía. Ahora su brazo izquierdo era una enorme pinza de cangrejo.

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