domingo, 14 de marzo de 2021

De batas blancas y polvos negros.

 


Mi nuevo trabajo no está mal, he de reconocerlo. Tengo un buen horario, unos compañeros excelentes y cuando llueve no me mojo. Debo aceptar que necesité un tiempo de adaptación prolongado, que no fue fácil pillarle el truco, pero ahora me siento más cómodo y me puedo tomar la vida con más calma. Y a pesar de eso, algunas veces echo de menos mi antiguo trabajo, especialmente cuando suceden fallos técnicos.

En los tiempos en que yo era camionero, esos fallos técnicos se traducían en pinchazos, manguitos rotos, botellas neumáticas reventadas o motores gripados. Y allí daba igual donde estuvieras o qué hora fuese, si estaba nevando o caía un sol capaz de evaporar las piedras: había que arreglar la avería para seguir adelante sí o sí; volver a casa era la prioridad y por ello había que poner en marcha todos los recursos y conocimientos disponibles. En esos momentos de emergencia sacaba mi caja de herramientas, empuñaba mi fiel “Tatcher” (una llave inglesa de quince kilogramos con la que he vivido aventuras mil) y allí comenzaba un proceso mecánico a base de sudor, músculo y hierro que solía terminar conmigo descamisado y con el cuerpo cubierto de grasa y aceite. Una visión turbadora, sin duda, que solía pasar desapercibida debido a la desolación y soledad que acompaña a todos los camioneros. Pero ahora, ay ahora, amigos y amigas lectores y lectoras, las cosas son muy diferentes.

Cuando algo falla en la oficina yo no tengo que hacer nada. Los errores informáticos, telefónicos etcétera, se reportan al técnico de turno que acude raudo a solucionarlo mientras nosotros wassapeamos con nuestras mascotas (por ejemplo) y esperamos pacientemente a que todo se solucione para volver al tajo. No tenemos que preocuparnos más que de nosotros mismos, de hacer bien el trabajo que tenemos encomendado sin necesidad de complicarnos la vida, y es por todo ello que cuando llamo al técnico superior en informática para decirle que venga a cambiar el tóner de mi impresora, me dice que me apañe yo, que eso no es una incidencia y que me busque la vida. Quedo desconcertado ante el teléfono.

Hasta hace unos minutos ni siquiera sabía qué era un tóner, y ahora sigo sin saberlo pero conozco su existencia, lo cual me angustia en sobremanera. Le doy un par de vueltas a la impresora, toco todos los botones, la enchufo y desenchufo varias veces y finalmente la abro. En la tapa frontal veo un trasto negro encajado en una especie de carcasa metálica que debe ser eso que llaman tóner, sin duda, pero que sigo sin saber como sacarlo de ahí. Meto los dedos y los saco sucios de polvo negro. Me los limpio e intento otra vez empujando unas pestañas azules que hacen que la cosa se mueva un poco pero sin llegar a salir. Sé que voy por el buen camino pero la condenada máquina se resiste. Me mancho otra vez, menudo fastidio con lo blanquito y bonito que voy. Me limpio de nuevo pues hay que dar buena imagen de cara al público. Hago un segundo intento y noto como algo se desengancha por fin, y extraigo el dichoso tóner que supura tinta por su parte frontal. Llevo cuidado de no mancharme de nuevo pero no lo consigo. Miro la caja cerrada con el tóner sustitutorio y me doy cuenta de que debería haberla abierto antes de sacar el viejo, porque ahora con una mano me va a resultar difícil. Rasco con las uñas y nada, sujeto el viejo con los dientes mientras abro la caja con ambas manos y me doy cuenta de que ese polvo negro me empieza a ensuciar la bata. Me la quito y sigo con la caja que se abre pero descubro que el nuevo está sellado con una bolsa de plástico hermética. ¿Quién ha sido el sádico que ha diseñado esta mierda? ¿Por qué no podía hacer las cosas más fáciles? Me enfado pero lo reprimo porque nadie debe conocer mi lado salvaje, aunque de pronto el sonido de los motores y las hidráulicas se instalan en mi mente como si todavía fuesen esos viejos tiempos de carreteras y altos tonelajes. Trato de mantener el control pero la sangre ya corre como acero fundido por mis venas y cuando inunda mi cerebro, todo vuelve a ser como antes.

Me arranco la camiseta frente a los azorados usuarios y compañeros y restriego la parte entintada del tóner viejo por mi pecho, marcándolo con líneas oscuras. Lo tiro al suelo, lo piso y lo reviento antes de abrir el nuevo, con los dientes, por supuesto. Lanzo un grito gutural de victoria cuando el plástico se rompe y meto el nuevo tóner en su sitio de un cabezazo. Cierro la tapa con la po**a y aprieto el botón de imprimir con tanta fuerza que luego tendrán que sacarlo con bisturí. Me aseguro de que las copias salen bien y me golpeo el pecho con ambos puños en señal de victoria. Dos abuelas se desmayan en el mostrador al verme y las enfermeras que van a atenderlas pierden también el conocimiento al toparse con mi figura.

Miro el reloj y solo falta media hora para echar el cierre, lo que me devuelve a la realidad repentinamente. Me lavo las manos, me pongo una bata limpia y me hecho gel hidroalcohólico en las manos antes de sentarme a atender las últimas llamadas. Todo el mundo hace como que no ha visto nada excepto la chica de la limpieza que observa el desastre mirándome con los ojos entrecerrados.


Próxima entrada: La venganza de la limpiadora.

No, pensándolo bien, no creo que escriba eso nunca.




4 comentarios:

  1. Hay gente que antes de afrontar cambios de tóner, miran las instrucciones y se ahorran muchos problemas, vienen con dibujitos a prueba de gorilas.
    Me alegro volver a leer algo en el blog sin que hay coaccionado antes al escritor.
    Por cierto, cuidado con el polvo del tóner, que aparece en el sitio más inesperado en el momento menos oportuno, aunque haya pasado años. Es la famosa maldición del
    "Tutactóner"

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  2. Próxima entrada: La venganza de la limpiadora.
    No, pensándolo bien, no creo que escriba eso nunca.
    ¿Porqué no? No coartes tu propia cratividad.

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