domingo, 28 de marzo de 2021

De vacunas y rugby amateur.

 


Una mañana cualquiera en mi cubículo. El teléfono no deja de sonar ni un segundo, los usuarios de amontonan en la sala de espera como si los viruses mortales no existieran y aunque debo reconocer que estoy bien a nivel físico al no sentir frío ni calor o verme afectado por las inclemencias climáticas desde que trabajo aquí, no puedo reprimir cierta envidia cuando un pequeño camión aparca frente a la puerta del centro y de él desciende un bien uniformado repartidor. El buen hombre mira la etiqueta del paquete, comprueba que está en la dirección correcta y entra. Y mientras le veo caminar con paso decidido hacia el mostrador, no puedo evitar preguntarme cuantas asombrosas aventuras habrá vivido en sus quehaceres cotidianos.

Cuando llega a mi ventanilla salgo de mis ensoñaciones, recojo el paquete, le pongo el sello oficial y me despido del apuesto jovenzuelo. Acto seguido me hago con el paquete para dejarlo en el montón de bultos no reclamados y percibo algo extraño en él. Está frío. Muy frío. ¿Y qué podría llevar a un paquete hasta el mostrador de un centro de salud con esa infratemperatura? Al revisar la etiqueta me doy cuenta de la terrible realidad. “Vacunas del covid”.

Generalmente cuando llegan dosis de vacuna lo hacen rodeadas del más estricto protocolo, escoltadas por policías y deben ser recepcionadas por los responsables del centro para comprobar que la temperatura es la adecuada y que ninguna de esas dosis “desaparece misteriosamente” para terminar inyectada en brazos de políticos indignos. Pero hoy, por algún motivo que solo ese repartidor sabría, las vacunas están en mis manos y mi misión es la de hacerlas llegar a mi jefa para olvidarme para siempre del asunto y de paso, evitarme problemas.

La llamo por teléfono y después de unos instantes de desconcierto, me da instrucciones para quitarme semejante problema de encima: Primero debo llegar al edificio de enfermería, que está en el otro extremo de la calle, conseguir la llave de su despacho y meterlas en la nevera, en la segunda estantería concretamente; después, claro está, de abrir la caja, contar las dosis, hacer fotos de éstas y del termómetro que encontraré en el interior para comprobar que no se ha roto la cadena del frío. Cuelga el teléfono y me siento apabullado. Solo recuerdo las palabras “nevera” y “fotos”, pero no puedo volver a llamarla bajo pena de humillante castigo, así que me coloco la caja bajo el brazo, que es la parte más fría de mi cuerpo y me abro paso entre la gente para alcanzar la puerta. Pero entonces sucede.

Sucede que alguien lee la etiqueta y descubre que lo que llevo son las preciadas vacunas, con lo que empieza a extenderse un rumor que hace que todos me miren con ojos sedientos de arn vírico. Sintiéndome acosado empiezo a caminar más deprisa y noto que algunos, los más desesperados, me siguen como si nada y cuando llego a la puerta tengo a media docena de ancianos que corren hacia mi remangándose el brazo para recibir su primera dosis.

El edificio de enfermería está a menos de cincuenta metros pero cuanto más avanzo más lejos parece que me encuentre. Trato de esconderme en los arbustos pero están llenos de viejos que se han traído las jeringuillas de casa y no están dispuestos a dejarme escapar. Ha llegado al hora de jugármelo todo a una última carrera. Cojo aire y me lanzo en un esprint zigzagueante con la caja entre mis manos como un jugador de rugby al que solo le quedan cinco segundos de partido y necesita marcar el último touchdown mientras el árbitro se ata los zapatos de espaldas a él. Esquivo al primer viejo y salto sobre el segundo para impulsarme sobre su cabeza y alcanzar a un tercero con mis piernas alrededor de su cuello y desnucarlo, pero no coordino bien y caigo al suelo. Trato de levantarme de un salto con voltereta pero me duele la espalda. Me levanto lastimeramente renegando de este trabajo que me ha hecho perder la envidiable forma física que tenía y noto como alguien me sujeta por un pie. Si no hago algo, en menos de cinco segundos tendré a una decena de personas encima de mí y eso no lo puedo permitir. Me deshago de mi zapato, me levanto como puedo y corro cojeando para encontrarme rodeado por más gente que acuden zombificados para unirse a la turba. Ahora sí que ya no tengo escape posible. Encontrarán mi cuerpo aplastado junto a una treintena de viales vacíos y nadie reconocerá mi titánico esfuerzo por salvar el mundo, o al menos una pequeñísima parte de él. Y así me preparo para morir hasta que se me ocurre algo que podría salvarme. Levanto la caja en alto y grito a pleno pulmón: “¡Son vacunas Astra Zeneca, las de la fiebre, los trombos, y la muerte!” y de pronto todos se detienen, se miran horrorizados y huyen del lugar como vampiros en campo de ajos.

Aliviado entro en el edificio, dejo la caja en la nevera y doy las gracias a los medios de comunicación por la mala prensa que me ha salvado esta vez.

2 comentarios:

  1. Cuídate, no vaya a ser que ahora tengas peligro de trombos con estar tan cerca de los viales.

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    1. En algunos momentos pienso que un trombo sería una bendición.

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