martes, 23 de diciembre de 2025

De navidades y tortillas de patata

 


Ya está aquí la navidad, con sus calles abarrotadas de gentes, voces, luces y villancicos. Una sobreestimulación sensorial totalmente innecesaria para alguien que ha salido un momento a por huevos. Me sobra todo. La alegría, los buenos deseos, las felicitaciones, el frío y los gorritos rojos terminados en borlas blancas. Camino esquivando a gentes con bolsas de colores y sonrisas fluorescentes bajo los destellos coloridos de cientos de miles de adornos que tratan en vano de ocultar las miserias que todos arrastramos. Pero hoy nadie habla del estrés, de los ataques de ansiedad, de las dismorfias ni esas voces en la cabeza que les instan a arrojar a sus hijos recién nacidos a trituradoras de basura mientras ríen a carcajadas, embriagados por la sensación de ser dios.

Camino entre el tumulto tratando de no tocar a nadie, de no rozar ni un centímetro de esa falsa felicidad cuando noto algo que se acerca a toda velocidad hacia mi nuca. Esquivo un matasuegras que se desenrolla junto a mi mejilla con un irritante pitido de silbato cutre de plástico y mi brazo izquierdo se dispara como un resorte, un movimiento calculado, innato, instintivo, fruto sin duda de todos mis años de entrenamiento ninja y mi codo se estrella en un rostro desconocido, rompiendo sus dientes que salen volando como confeti ensangrentado. Apenas oigo el ruido del cuerpo al caer y los sollozos de un niño que ve a su padre agonizar y sabe que estas navidades no van a ser tan mágicas como le habían asegurado. Quizás en otro momento de mi vida me permitiría sentir algún remordimiento, pero hoy no es ese día. Soy un hombre con una misión y solo quedan veinte minutos para que cierren el súper.

Cuando llego el escenario no es demasiado alentador. Una turba enfervorecida está arrasando las estanterías al grito de “feliz navidad” y me obligan a moverme de forma inestable esquivando escombros llameantes y cadáveres aullantes en su camino directo al infierno. No recuerdo donde tenían la sección avícola pero la idea de encontrar huevos en buen estado cada vez me parece más lejana. Dos abuelas se pelean a bastonazos por la última pata de cordero del refrigerador y dos cowboys se baten en duelo por una caja de gambas. El primero entrecierra los ojos y lleva sus manos a las cartucheras, moviendo los dedos con gracilidad sin llegar a tocar las empuñaduras; el otro le imita, entrecerrando un poco más los ojos y calándose el sombrero hasta las cejas, pero eso no parece impresionar al primero, que cierra los ojos en su totalidad y dispara tan erráticamente que agujerea una tubería de gas silano que estalla con gran estruendo, cocinando las gambas al instante, así como a todos los seres vivos en varios metros a la redonda.

Aprovechando la tesitura, salto sobre un señor que corre gritando envuelto en llamas y le guio hacia la zona de los huevos, cabalgando entre el caos y la destrucción al igual que haría March Malaen en sus mejores tiempos, pero al llegar compruebo horrorizado que solo quedan huevos de codorniz. Saco la calculadora y llego a la conclusión de que necesitaría seis docenas de esos huevos para conseguir la tortilla de patata que quiero hacer y abandono a mi montura, ya convertida en un montón de carbón palpitante para salir a la calle de nuevo.

Afuera la gente mira al cielo “¡Milagro!”, gritan al ver caer del cielo los primeros copos de nieve, aunque no es nieve en realidad sino las cenizas de cientos de cuerpos abrasados en los incendios que después de intentar alcanzar en vano el cielo prometido por sus distintas religiones, regresan a la tierra desesperanzadas, al igual que yo me resigno a pasar esta noche de navidad sin mi anhelada tortilla de patatas por la ausencia de huevos normales. Y entonces la veo.

Avanzando entre la distraída multitud una anciana se mueve furtivamente apoyada en un andador de esos con sillita tan prácticos y modernos, y entre sus ropas veo asomar la esquina inconfundible de un cartón de huevos. Quizás sea un acto deleznable el robarle a una anciana desvalida, pero es navidad y todo vale, así que me acerco por detrás aprovechando el caos creado por la explosión de un vehículo cercano y trato de asaltarla pero ella me ve por el retrovisor de sus gafas de ver de cerca e interpone el andador entre nosotros, como el domador de circo que trata de mantener a raya a la bestia que por lo visto no había domesticado tan bien como creía. Trato de alcanzarla pero es rápida reposicionándose y siempre interpone las mugrientas patas entre nosotros; pierdo la paciencia y le agarro el andador en un intento de arrebatárselo de sus huesudas manos, pero se resiste. Es fuerte. No debería serlo tanto. ¿O soy yo que ya no soy tan joven y me he descuidado? En cualquier caso noto que va cediendo, le gano terreno, se debilita, pierde el andador y lo lanzo a lo lejos. Ya es mía. Pero justo cuando iba a hacerme con los huevos, los aprieta muy fuerte contra su pecho y se deja caer de espaldas a la avenida, como el monstruito ese feo del Señor de los anillos que se tira al volcán para salvar su tesoro, y en apenas tocar el pavimento es atropellada por un camión de reparto del Burguer Queen, quedando tan espachurrada como los huevos que portaba.

Y ahora sí que acaba mi periplo. Contemplando el cuerpo de una señora de las de antes, de las que cocinaban con calma para toda la familia, adalid de las buenas costumbres culinarias tradicionales, atropellada por un camión de comida rápida, menuda ironía, qué paradoja existencial, una muerte convertida en poesía. Y así me marcho de una vez.

Llego a mi casa con el frío y la desazón incrustados en el alma. Abro la nevera y busco algo que llevarme a la boca cuando vislumbro detrás de una lechuga algo desmejorada ya, un cartón de media docena de huevos a estrenar que no recordaba que estaban allí. Al final tanta molestia para nada. Los sostengo triunfante entre mis manos y pienso que menuda pereza ahora ponte a pelar patatas, cortar, freír, batir huevos mezclar, dale la vuelta… Así que al final pido chino y espero al repartidor mirando por la ventana. En la calle brillan lucecitas tililantes y a lo lejos se ven los destellos eléctricos y los fogonazos de los incendios. Y es bonito. Aunque me cueste admitirlo hay que reconocer que estas son fechas especiales. Ojalá fuese navidad todo el año.

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