sábado, 27 de diciembre de 2025

Talento (paternidad parte 54)

 

Todavía es navidad y las calles bullen con actividades destinadas a los más pequeños de la casa. En cada esquina un puesto de chuches, unos hinchables o esas cosas de los cochecitos que giran. Atracciones por lo general obsoletas, desfasadas, descoloridas y regentadas por feriantes que hace ya mucho que han perdido su sex appeal y su ansia de carretera y viaje. Parece más bien que el ayuntamiento haya dado luz verde a que saquen esas viejas norias de sus polvorientos almacenes y les den un último uso antes de enviarlas con sus dueños al desguace.

Y entre tanto divertimento encontramos una pista de hielo portátil, algo que a mi hija pequeña sí le llama la atención, pues ella sabe patinar, en términos generales y a mi me gusta que se lo pase bien y disfrute de su infancia, así que nos hacemos con unos patines y espera su turno para lanzarse a la pista. Yo observo desde un banco cercano su triunfal entrada con cierto orgullo, ya que en mi caso nunca fui capaz de destacar en nada que pudiese enorgullecer a mis padres. Yo era ese niño desaliñado de mirada perdida que siempre se caía y del que todo el mundo se burlaba sin piedad, como si los traumas no existieran y no fuesen capaces de transformar totalmente a la persona adulta en la que algún día me convertiría, insegura, tímida, vulnerable y con grandes ansias de venganza… Pero no hablemos de mí que esto iba de mi hija.

Observo con cierto orgullo decía, ya que la niña sabe patinar así en términos generales, pero pronto noto que algo no marcha bien; se mueve de forma inestable, sin soltarse de la barandilla, avanzando con dificultad, y eso en cierto modo me indigna. ¿Donde están sus cualidades? ¿Donde han ido a parar todas las clases extraescolares de patinaje? ¿Y el dinero invertido en patines, rodilleras, ese casco y todos los viajes a la pista de hielo de la capital? Por un momento no comprendo su falta de pericia hasta que me fijo en los demás niños. Resbalan, se caen, ruedan por el suelo y lloran en busca de la ayuda de unos padres que impotentes les alargan las manos desde la valla tratando de alcanzar a sus magullados retoños.

Y es que aquello no es una pista de hielo al uso. Es un enorme plástico enjabonado que pretende simular hielo real. Una trampa mortal para los incautos que se atreven a meterse en ella. Un vórtice de dolor para sacar cuatro cuartos al ayuntamiento a costa de la salud de los pobres críos. Y uno a uno van cayendo, no es necesario que el dueño de la atracción toque el silbato del cambio de turno, simplemente espera a que vayan saliendo a rastras para sustituirles por niños en buen estado y seguir con su ciclo de maldad. Pero mi hija no se cae. Avanza con lentitud pero manteniendo su integridad física intacta entre rodillas rotas, tobillos torcidos y cráneos estrellado contra las esquinas protectoras. Y llega a la meta, se desmarca de la fila de críos que van a la enfermería y regresa a mi lado.

-¿Te lo has pasado bien?

-Sí, pero era muy cutre. Tenemos que ir a la pista de hielo de verdad.

-No. Por lo menos hasta el año que viene, no vamos a ir.

Y entonces nos reímos porque faltan cuatro días para el año que viene y los padres siempre hacemos esas bromas repetitivas y hay que reírse porque saben que no estaremos siempre y hay que aprovechar y disfrutar del tiempo junto a nosotros, los viejos.

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