Aunque
os parezca mentira, yo no he sido siempre camionero. Hace algunos años me
dedicaba a otras cosas, como por ejemplo repartidor/instalador de
electrodomésticos. Y es a esa época ya lejana a la que se remonta el relato,
por supuesto real, que voy a explicar a continuación. ¿Preparados? Pues allá
voy.
Estaba
yo sentado en el asiento del copiloto de la furgoneta de reparto mientras al
volante iba mi compañero (al que a partir de ahora llamaré Compañero para
preservar su identidad), el cual siempre conducía porque así controlaba la
radio y podía torturarme con Alejandro Sanz y otras mierdas (respetables, eso
sí, que sobre gustos no hay nada escrito) que sonaban por aquella época en una
conocida emisora. Pero a pesar de eso, Compañero no era un mal tipo; nos
llevábamos bien, era un poco friki, y solíamos tener conversaciones
surrealistas durante los viajes. Y ese día tocaba uno especial, ya que íbamos a
llevar una lavadora a una casa de un pueblo perdido en las montañas entre Las
provincias de Montsiá, Matarranya y Maestrat.
Cuando
llegamos nos encontramos en un típico pueblecito de montaña de esos en los que
a uno le gustaría quedarse a vivir pero que al final no lo hace por miedo a
morir de aburrimiento y frío. Las calles eran estrechas y empinadas y nuestro
furgón avanzaba con dificultad. Encontrar la calle a la que nos dirigíamos era
simplemente imposible, ya que no existían los gpss y muy probablemente ese
pueblo no estuviese mapeado en ningún lugar. Solo nos quedó entonces, recurrir
al rudimentario método de preguntarle a alguien. Las calles parecían desiertas,
pero al final vimos a un señor mayor paseando por la calle. “Baja tu” me dijo
Compañero, así que a regañadientes abrí la puerta y me acerqué al viejo.
Ante mi
tenía a uno de esos pintorescos abuelos de pueblo con bastón, boina y mirada
perdida en inmensos pozos de sabiduría obsoleta. Me miró y luego miró algo
asustado a la furgoneta.
-¿Sois
una ambulancia? –Me preguntó asustado.
-No,
no. Venimos a traer una secadora. Es por si sabe usted donde vive… -Me puse a
buscar la nota en el bolsillo.
-¿Qué
ha pasado? ¿A quién venís a buscar? –Seguía el anciano con su tema.
-Que no
somos una ambulancia, señor, que venimos a…
Y es
que no sé si lo sabréis, pero en esos pueblos olvidados y con la población tan
envejecida, cuando alguien enferma y es llevado al hospital, muchas veces no
regresa, ya que o bien se queda allí o queda al cuidado de los hijos o en una
residencia… Y eso preocupa enormemente a los otros habitantes, ya que ven como
con cada visita de ambulancia su población queda reducida y el lugar condenado
a la despoblación y el olvido. Pero claro, yo eso no lo sabía y por ello no
entendía la desesperación del hombre, que seguía muy asustado.
-¿A
quién os vais a llevar? ¿A quién? –me dijo agarrándome por la corbata. (Nos
obligaban a llevar un uniforme de trabajo muy raro que consistía en un mono
azul, corbata y cinturón de lentejuelas. Color corporativo le llamaba el
flipado del jefe)
-¡Qué
no somos una ambulancia, señor! ¡Suélteme!
Y
entonces por una de esas cosas que pasan en la vida, no controlé bien mi fuerza
ni tuve en cuenta el estado de avanzada edad del hombre, y al empujarlo perdió
el equilibrio y cayó con tan mala suerte que estrelló la cabeza contra el
bordillo y ésta se le abrió como una sandía madura. Me llevé las manos a la
cabeza y miré a Compañero con la boca muy abierta pero sin decir nada. Él salió
de la furgoneta copiándome lo de las manos en la cabeza y se puso a mi lado.
-¡Le
has matado! –me gritó.
-No. Le
hemos matado. –le reproché. –Recuerda ese día que se te cayó esa tostadora por
las escaleras y me soltaste que éramos un equipo y que la responsabilidad era
compartida. Ahora no me digas que todo ese discurso solo fue para no tragarte
solito la bronca del jefe.
-¡Le
hemos matado! –gritó, extrañamente convencido por mis argumentos. –Hay que
entregarse a la policía.
-¿Pero
qué policía va a haber en este sitio? –le respondí convencido. –Subamos a la
furgo y busquemos ayuda. Seguro que en el pueblo habrá un bar de viejos y allí
estará todo el pueblo metido.
Y así,
no muy convencidos de cómo actuar, comenzamos a dar vueltas, subir cuestas,
girar esquinas… Hasta que por fin encontramos a alguien en la calle. Un viejo
muy similar al anterior, pero vivo, claro. Paramos la furgoneta y bajé muy
sofocado a preguntarle dónde buscar ayuda. “¿Sois una ambulancia?” fue lo
primero que me dijo. “Qué más quisiéramos que…” y entonces me di cuenta de que
estaba hablando con el mismo viejo de antes. Misma cara, mismas ropas (aunque
esta vez estaban manchadas de sangre) y la misma obsesión por las ambulancias.
Compañero bajó del furgón con una sonrisa de oreja a oreja y gritando eso tan
frankensteiniano (no sé si existe esta palabra, pero yo la pongo) de “¡Está
vivo, está vivo!”. Pero al final el hombre se puso nervioso, el no controlar la
fuerza, pérdida de equilibrio y cabeza contra el bordillo otra vez.
-Le has
vuelto a matar. –me dijo Compañero con tristeza.
-Le
HEMOS vuelto a matar. –recalqué yo.
-Le
hemos vuelto a matar. –repitió. -¿Pero estás seguro?
Me
agaché, le tomé el pulso y comprobé que su anciano corazón había dejado de
latir. La sangre brotaba de su cabeza abierta como si fuera una fuente.
-Sí. Lo
estoy. –sentencié. –Esta vez sí.
Nos
quedamos un momento indeterminadamente largo en silencio, mirando al pobre
hombre, hasta que decidimos que era hora de entregar la nevera y después entregarnos
nosotros a las autoridades. Pero cuando ya me disponía a subir al vehículo,
noté que algo me agarraba del pantalón. “Aaaambulaancia” Dijo el viejo desde el
suelo, vivo de nuevo. Grité de puro terror. Compañero gritó a pesar de que no
sabía qué estaba pasando y arrancó. Salimos zumbando de allí dejando al
resurrecto atrás.
-¿Qué
mierdas es ese viejo? –Preguntó Compañero al verlo por el retrovisor. -¿Por qué
no se muere?
-No lo
sé, tío, pero esto da mucho mal rollo. Vámonos de este sitio.
-¿Y qué
hacemos con la nevera?
-La
tiramos por un barranco y le decimos al jefe que nos la han robado.
No
pareció muy convencido pero calló y comenzó a conducir erráticamente por las
estrechas calles del pueblo, buscando alguna salida, hasta que topamos con el
bar. Paró delante de la puerta y comprobamos que el grueso de la población
estaba allí dentro. Tocó el claxon y algunos de ellos salieron. Hombres y
mujeres de avanzada edad y ojos curiosos nos miraban. Tragué, saliva, me aclaré
la garganta y me dispuse a explicarles
lo ocurrido hasta que uno de ellos nos señaló con el dedo y dijo “¡Ambulancia!”
No tuve tiempo de explicárselo. En cuestión de diez segundos ya íbamos a toda
velocidad con una decena de ancianos corriendo detrás como si fueran
terminators malos.
A
partir de ese momento, mis recuerdos se vuelven confusos. Solo recuerdo el
furgón avanzando a toda leche subiendo y bajando cuestas y escaleras, haciendo
trompos en las calles sin salida y atropellando a viejos y viejas que nos
volvíamos a encontrar en perfecto estado cuando volvíamos a pasar por el mismo
lugar. Y ahora hay que aclarar algo que en el momento no sabíamos.
Los
viejos de pueblo, además de su natural miedo a las ambulancias, crecieron
libres en la naturaleza y solían comer frutos de espino albar (crataegus
monogyma) que ahora se sabe que proporciona poderes regenerativos, de modo que
quien los ha consumido con asiduidad de niño, se vuelve invulnerable a todo
excepto la muerte por vejez, momento en el cual el efecto del fruto desaparece.
Pero
por fin, la mirada de Compañero se iluminó. “¡Mira!” me dijo señalando el
cartel de una calle. Comprobé en el albarán y efectivamente, esa era la calle
donde efectuar el reparto. Bajé del furgón, llamé al timbre y esperé. Abrió la
puerta una amable señora.
“Buenosdiasvenimosatraerlesumicroondas” le dije de
carrerilla antes de que nos confundiera por una ambulancia. “Oh, que rápido.”
Dijo ella con ilusión. “No os esperaba hasta…” pero un garrotazo de Compañero
la interrumpió de golpe, dejándola tendida en el suelo en una postura rara.
-¿Qué
has hecho, animal? –Le grité. -Ésta parecía normal.
-No nos
podemos arriesgar. –Me respondió mirando el palo de madera en su mano, que no
sé de donde lo habría sacado.
-Pero…
-comencé a decir para nada.
Compañero
me pasó el palo y corrió a la furgoneta en busca del electrodoméstico. Y
mientras lo instalaba yo vigilaba a la mujer, y cada vez que se levantaba le
arreaba un certero golpe en la cabeza que acababa con ella de nuevo. Cuando
Compañero llegó y levantó un pulgar en señal de que el trabajo estaba hecho, a
mí ya me dolía el brazo de tanto matarla y fue todo un alivio volver a sentarme
en mi asiento. Ya cuando arrancábamos la mujer apareció en la puerta con un
vaso de agua.
-No,
gracias señora. Ya nos vamos. Ya tiene su televisor en marcha. –le dije.
-Muchas
gracias majos. –dijo ella sonriendo. –Buen viaje.
-Adiós.
Y se
hizo un silencio raro cuando por fin dejamos atrás ese pueblo perdido y
emprendimos el regreso a la civilización, invadidos por sentimientos opuestos
de satisfacción por el trabajo bien hecho y de malrrollete por la sangre
derramada. Al poco tiempo dejé ese trabajo. No estaba tan bien pagado.
No me queda claro el electrodoméstico instalado, por lo demás, una gran aventura digna de ser contada y que se sepa la verdad. Esa maldita planta ha creado mucho problemas en los pueblos. Maldito espino albar y fiestas de los pueblos donde los pueblerinos te tiran al pilón cuando ven en peligros su predominio de macho alfa y son invulnerables a los garrotazos... bueno eso. ¡Qué se sepa la verdad!... o no...
ResponderEliminarCreo que al final era una batidora.
EliminarEl pueblo no sería Mas de Barberans?
ResponderEliminarNo. Pero no queda muy lejos.
EliminarSensacional.
ResponderEliminarGracias Sr. X
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