lunes, 11 de julio de 2016

Una entrada rural.





Aunque os parezca mentira, yo no he sido siempre camionero. Hace algunos años me dedicaba a otras cosas, como por ejemplo repartidor/instalador de electrodomésticos. Y es a esa época ya lejana a la que se remonta el relato, por supuesto real, que voy a explicar a continuación. ¿Preparados? Pues allá voy.

Estaba yo sentado en el asiento del copiloto de la furgoneta de reparto mientras al volante iba mi compañero (al que a partir de ahora llamaré Compañero para preservar su identidad), el cual siempre conducía porque así controlaba la radio y podía torturarme con Alejandro Sanz y otras mierdas (respetables, eso sí, que sobre gustos no hay nada escrito) que sonaban por aquella época en una conocida emisora. Pero a pesar de eso, Compañero no era un mal tipo; nos llevábamos bien, era un poco friki, y solíamos tener conversaciones surrealistas durante los viajes. Y ese día tocaba uno especial, ya que íbamos a llevar una lavadora a una casa de un pueblo perdido en las montañas entre Las provincias de Montsiá, Matarranya y Maestrat.

Cuando llegamos nos encontramos en un típico pueblecito de montaña de esos en los que a uno le gustaría quedarse a vivir pero que al final no lo hace por miedo a morir de aburrimiento y frío. Las calles eran estrechas y empinadas y nuestro furgón avanzaba con dificultad. Encontrar la calle a la que nos dirigíamos era simplemente imposible, ya que no existían los gpss y muy probablemente ese pueblo no estuviese mapeado en ningún lugar. Solo nos quedó entonces, recurrir al rudimentario método de preguntarle a alguien. Las calles parecían desiertas, pero al final vimos a un señor mayor paseando por la calle. “Baja tu” me dijo Compañero, así que a regañadientes abrí la puerta y me acerqué al viejo. 

Ante mi tenía a uno de esos pintorescos abuelos de pueblo con bastón, boina y mirada perdida en inmensos pozos de sabiduría obsoleta. Me miró y luego miró algo asustado a la furgoneta.
-¿Sois una ambulancia? –Me preguntó asustado.
-No, no. Venimos a traer una secadora. Es por si sabe usted donde vive… -Me puse a buscar la nota en el bolsillo.
-¿Qué ha pasado? ¿A quién venís a buscar? –Seguía el anciano con su tema.
-Que no somos una ambulancia, señor, que venimos a…

Y es que no sé si lo sabréis, pero en esos pueblos olvidados y con la población tan envejecida, cuando alguien enferma y es llevado al hospital, muchas veces no regresa, ya que o bien se queda allí o queda al cuidado de los hijos o en una residencia… Y eso preocupa enormemente a los otros habitantes, ya que ven como con cada visita de ambulancia su población queda reducida y el lugar condenado a la despoblación y el olvido. Pero claro, yo eso no lo sabía y por ello no entendía la desesperación del hombre, que seguía muy asustado.

-¿A quién os vais a llevar? ¿A quién? –me dijo agarrándome por la corbata. (Nos obligaban a llevar un uniforme de trabajo muy raro que consistía en un mono azul, corbata y cinturón de lentejuelas. Color corporativo le llamaba el flipado del jefe)
-¡Qué no somos una ambulancia, señor! ¡Suélteme! 

Y entonces por una de esas cosas que pasan en la vida, no controlé bien mi fuerza ni tuve en cuenta el estado de avanzada edad del hombre, y al empujarlo perdió el equilibrio y cayó con tan mala suerte que estrelló la cabeza contra el bordillo y ésta se le abrió como una sandía madura. Me llevé las manos a la cabeza y miré a Compañero con la boca muy abierta pero sin decir nada. Él salió de la furgoneta copiándome lo de las manos en la cabeza y se puso a mi lado.
-¡Le has matado! –me gritó.
-No. Le hemos matado. –le reproché. –Recuerda ese día que se te cayó esa tostadora por las escaleras y me soltaste que éramos un equipo y que la responsabilidad era compartida. Ahora no me digas que todo ese discurso solo fue para no tragarte solito la bronca del jefe.
-¡Le hemos matado! –gritó, extrañamente convencido por mis argumentos. –Hay que entregarse a la policía.
-¿Pero qué policía va a haber en este sitio? –le respondí convencido. –Subamos a la furgo y busquemos ayuda. Seguro que en el pueblo habrá un bar de viejos y allí estará todo el pueblo metido.

Y así, no muy convencidos de cómo actuar, comenzamos a dar vueltas, subir cuestas, girar esquinas… Hasta que por fin encontramos a alguien en la calle. Un viejo muy similar al anterior, pero vivo, claro. Paramos la furgoneta y bajé muy sofocado a preguntarle dónde buscar ayuda. “¿Sois una ambulancia?” fue lo primero que me dijo. “Qué más quisiéramos que…” y entonces me di cuenta de que estaba hablando con el mismo viejo de antes. Misma cara, mismas ropas (aunque esta vez estaban manchadas de sangre) y la misma obsesión por las ambulancias. Compañero bajó del furgón con una sonrisa de oreja a oreja y gritando eso tan frankensteiniano (no sé si existe esta palabra, pero yo la pongo) de “¡Está vivo, está vivo!”. Pero al final el hombre se puso nervioso, el no controlar la fuerza, pérdida de equilibrio y cabeza contra el bordillo otra vez.
-Le has vuelto a matar. –me dijo Compañero con tristeza.
-Le HEMOS vuelto a matar. –recalqué yo.
-Le hemos vuelto a matar. –repitió. -¿Pero estás seguro?
Me agaché, le tomé el pulso y comprobé que su anciano corazón había dejado de latir. La sangre brotaba de su cabeza abierta como si fuera una fuente.
-Sí. Lo estoy. –sentencié. –Esta vez sí.
Nos quedamos un momento indeterminadamente largo en silencio, mirando al pobre hombre, hasta que decidimos que era hora de entregar la nevera y después entregarnos nosotros a las autoridades. Pero cuando ya me disponía a subir al vehículo, noté que algo me agarraba del pantalón. “Aaaambulaancia” Dijo el viejo desde el suelo, vivo de nuevo. Grité de puro terror. Compañero gritó a pesar de que no sabía qué estaba pasando y arrancó. Salimos zumbando de allí dejando al resurrecto atrás.

-¿Qué mierdas es ese viejo? –Preguntó Compañero al verlo por el retrovisor. -¿Por qué no se muere?
-No lo sé, tío, pero esto da mucho mal rollo. Vámonos de este sitio.
-¿Y qué hacemos con la nevera?
-La tiramos por un barranco y le decimos al jefe que nos la han robado.
No pareció muy convencido pero calló y comenzó a conducir erráticamente por las estrechas calles del pueblo, buscando alguna salida, hasta que topamos con el bar. Paró delante de la puerta y comprobamos que el grueso de la población estaba allí dentro. Tocó el claxon y algunos de ellos salieron. Hombres y mujeres de avanzada edad y ojos curiosos nos miraban. Tragué, saliva, me aclaré la garganta y  me dispuse a explicarles lo ocurrido hasta que uno de ellos nos señaló con el dedo y dijo “¡Ambulancia!” No tuve tiempo de explicárselo. En cuestión de diez segundos ya íbamos a toda velocidad con una decena de ancianos corriendo detrás como si fueran terminators malos.

A partir de ese momento, mis recuerdos se vuelven confusos. Solo recuerdo el furgón avanzando a toda leche subiendo y bajando cuestas y escaleras, haciendo trompos en las calles sin salida y atropellando a viejos y viejas que nos volvíamos a encontrar en perfecto estado cuando volvíamos a pasar por el mismo lugar. Y ahora hay que aclarar algo que en el momento no sabíamos.

Los viejos de pueblo, además de su natural miedo a las ambulancias, crecieron libres en la naturaleza y solían comer frutos de espino albar (crataegus monogyma) que ahora se sabe que proporciona poderes regenerativos, de modo que quien los ha consumido con asiduidad de niño, se vuelve invulnerable a todo excepto la muerte por vejez, momento en el cual el efecto del fruto desaparece.
Pero por fin, la mirada de Compañero se iluminó. “¡Mira!” me dijo señalando el cartel de una calle. Comprobé en el albarán y efectivamente, esa era la calle donde efectuar el reparto. Bajé del furgón, llamé al timbre y esperé. Abrió la puerta una amable señora. 
Buenosdiasvenimosatraerlesumicroondas” le dije de carrerilla antes de que nos confundiera por una ambulancia. “Oh, que rápido.” Dijo ella con ilusión. “No os esperaba hasta…” pero un garrotazo de Compañero la interrumpió de golpe, dejándola tendida en el suelo en una postura rara.
-¿Qué has hecho, animal? –Le grité. -Ésta parecía normal.
-No nos podemos arriesgar. –Me respondió mirando el palo de madera en su mano, que no sé de donde lo habría sacado.
-Pero… -comencé a decir para nada.

Compañero me pasó el palo y corrió a la furgoneta en busca del electrodoméstico. Y mientras lo instalaba yo vigilaba a la mujer, y cada vez que se levantaba le arreaba un certero golpe en la cabeza que acababa con ella de nuevo. Cuando Compañero llegó y levantó un pulgar en señal de que el trabajo estaba hecho, a mí ya me dolía el brazo de tanto matarla y fue todo un alivio volver a sentarme en mi asiento. Ya cuando arrancábamos la mujer apareció en la puerta con un vaso de agua.
-No, gracias señora. Ya nos vamos. Ya tiene su televisor en marcha. –le dije.
-Muchas gracias majos. –dijo ella sonriendo. –Buen viaje.
-Adiós.

Y se hizo un silencio raro cuando por fin dejamos atrás ese pueblo perdido y emprendimos el regreso a la civilización, invadidos por sentimientos opuestos de satisfacción por el trabajo bien hecho y de malrrollete por la sangre derramada. Al poco tiempo dejé ese trabajo. No estaba tan bien pagado.


6 comentarios:

  1. No me queda claro el electrodoméstico instalado, por lo demás, una gran aventura digna de ser contada y que se sepa la verdad. Esa maldita planta ha creado mucho problemas en los pueblos. Maldito espino albar y fiestas de los pueblos donde los pueblerinos te tiran al pilón cuando ven en peligros su predominio de macho alfa y son invulnerables a los garrotazos... bueno eso. ¡Qué se sepa la verdad!... o no...

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  2. El pueblo no sería Mas de Barberans?

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