jueves, 20 de junio de 2019

De precintos y casi veranos.


Sé que viendo mis últimas entradas muchos de vosotros (y alguna de vosotras) pensará que estoy forrándome de pasta gracias a mis habilidades literarias y los numerosos eventos de alto nivel cultural a los que asisto, pero no. Nada más lejos de la realidad. Soy igual de miserable que siempre, quizás más, y necesito autoinmolarme día tras día, madrugón tras madrugón y kilómetro tras kilómetro para poder mantener a mi familia bien cuidad y alimentada. Es por ello que aclarado este punto me dispongo a contaros una anécdota camioneril que como siempre que me pasa algo, estuvo a punto de costarme la vida... o algo peor.

Resulta que como todos/as/ es sabréis, los transportistas debemos disponer de herramientas para cargar cualquier tipo de mercancía y entre los utensilios para transportar piedra hay caballetes de hierro, tablones de madera, cadenas, cintas, carruchas y un largo etcétera que incluye, en caso de cargas delicadas como láminas de piedra caliza o areniscas, protectores para el hierro de los soportes y cinta de precinto para mantener esos soportes unidos. ¿Si? ¿Estamos en situación? Pues empiezo.

Hace relativamente poco (de una semana a un año) abrieron en mi querido lugar de residencia un bazar chino nuevecito, con una tele de plasma gigante en la fachada que anuncia el mismo bazar y pasillos y pasillos de objetos útiles o no, pero en cualquier caso de bajo precio. Y allá que fui en busca de un rollo de precinto porque el que tenía se estaba terminando y sin él no soy nada, como la canción de Amaral. Me hice con el rollo, pagué, me lo llevé al camión y cuando lo usé quedé maravillado por sus prestaciones. Era elástico pero resistente, con un grosor perfecto y un adhesivo increíblemente fuerte. Todos los que lo veían quedaban asombrados a su vez, preguntando donde lo había comprado y anunciándolo a los cuatro vientos. En cuestión de semanas todos los camioneros de la provincia se habían comprado el mismo y yo, el pionero descubridor del precinto perfecto me había convertido en un ser adorado e idolatrado por todos. Que ya era hora, joder.

Y esos fueron los días de bonanza que precedieron a la tormenta. Me invitaban a cafés en el bar, me cedían la mesa en los restaurantes y el paso en las rotondas. Podía conducir dormido que un enjambre de camiones se encargaban de guiarme y apartar los obstáculos a mi paso para que llegara sano y salvo a mi destino. Cambios mal devueltos a mi favor, la mejor fruta del mercado, funcionarios renunciando a su almuerzo por atenderme, partidas de rol semanales, mosquitos evitando picarme... Todo era maravilloso hasta que sucedió el terrible infortunio que da sentido a este texto que ya se está haciendo largo y pesado.

Un buen día saqué mi flamante rollo de precinto para asegurar unos tablones sobre el metal de los caballetes cuando me di cuenta de que a medida que lo desenrollaba perdía efectividad. Cada vez era más fino y quebradizo, pegaba menos y al cortarlo quedaba hecho un desastre. Pensé que se trataba solo de una mala racha pero no; cuanto más desenrrollaba peor se ponía la cosa y entonces llegué a la conclusión de que la primera mitad había sido excelente para ocultar el desastre que seguía. Debí haberme imaginado tal estafa cuando salí del bazar tras hacerme con la cinta y todos los chinos reían mientras me señalaban. Que iluso fui... y lo peor de todo era que ahora una legión de camioneros estaría a punto de descubrir el engaño y apuntarme a mi como culpable con sus gruesos y poderosos dedos.

Y estaba yo conduciendo y pensando en como informarles del infortunio del precinto cuando vi que en la autovía me seguían varios trailers, todos de la zona y cuyos conductores sacaban sus gruesos brazos por las ventanillas, monstrándome sus puños poderosos. Era demasiado tarde. Habían descubierto el engaño. Y yo era el culpable de todo. Tomé un desvío tratando de despistarles pero me siguieron y gracias al milagro de las emisoras cada vez tenía más detrás de mi. La cosa se ponía fea pero por suerte iba con el depósito lleno y la caja vacía con lo que no iba a dejarme atrapar tan pronto. Comencé un ascenso por un camino secundario que bordea una conocida montaña de la zona y noté los primeros estragos en mis perseguidores; los que iban cargados con bloques o palés comenzaban a quedarse atrás, aunque seguía con una docena detrás de mi, de todos los tamaños y formas.

Mi camión es rígido, es decir que no es un articulado y eso supone una ventaja cuesta abajo pues se pueden alcanzar mayores velocidades sin miedo a las curvas por lo que me lancé por un puerto de montaña especialmente retorcido y pude ver como algunos tráilers, incapaces de coger bien las curvas acababan haciendo la tijera, bloqueando el paso a otros y explotando en bellas bolas de fuego, color e imaginación. Apenas tenía cinco camiones detrás, cuatro rígidos y un tráiler superviviente.

Traté de dejarles atrás en una recta pero no fue posible. Limitadores de velocidad trucados, supongo. Debía soltar lastre y lo más pesado a mano era la caja de herramientas. La tiré por la ventana y al chocar contra el suelo se abrió, llenando el asfalto de destornilladores, llaves inglesas, tornillitos y otros objetos pnzantes/ resbalantes con lo que uno de mis perseguidores perdió el control y volcó, derramando su cargamento de odio. Oro más se quedó atrás al recordar que era el aniversario de su mujer y que todavía no le había comprado nada, dejándome solo con tres perseguidores y la esperanza de poder salir de una pieza de tal situación.

Un camión pequeño, de tan solo dos ejes (el mio tiene tres) se situó a mi lado y comenzó a embestirme para sacarme de la carretera, pero el mayor volúmen y peso de mi vehículo hizo que saliera despedido, cruzara un campo de alcachofas, atravesara un granero, subiera a una colina, saliera volando en la parte superior y aterrizara en una charca de aguas fecales donde se hundió hasta las ventanillas. Solo quedaban dos. Un tráiler y otro camión como el mio se situaron a ambos lados, me estrujaron para que no pudiera escapar y comenzaron a arrojarme objetos por las ventanillas. Uno me lanzaba llaves inglesas y el otro hacía lo mismo con repuestos, bombillas y bolas de papel albal de los bocadillos. Yo lo esquivaba todo con gran habilidad y los objetos iban a parar al otro camión, proveyéndoles de más munición para un conflicto que parecía que iba a prolongarse hasta el infinito, hasta que sucedió lo inesperado.

Me pareció ver a una inocente y desvalida oveja en la carretera y frené en seco (al final resultó ser una camiseta vieja arrastrada por el viento) haciendo que los dos camiones que avanzaban en paralelo se autoagredieran, saliendo uno herido de muerte y estrellándose para hacer una crisálida en su cabina y esperar renacer, seguramente en una forma superior, algún día de esos. El otro chófer no pudo hacer otra cosa que frenar, cruzarse en la carretera y bajar de su cabina. Me miró. Le miré. El sudor resbalaba por nuestras frentes y nucas, empapándonos las camisetas. El sol de casi verano era el único testigo de ese duelo que terminaría con uno de los dos mordiendo el polvo.
-Hace calor -le dije.
-Ya lo creo -me respondió.
-Y eso que todavía no ha entrado el verano verano.
-Verano verano... Veranero.
-Verano verano, veranero veranoide.
-No sabes como acabar esta entrada... ¿Verdad? -me dijo.
-Es que no tengo ni ganas de escribir, pero ahora que he llegado hasta aquí siento que debo terminar lo empezado.
-¿Y si te digo que hace un calor que tetorr..?
-No por favor. Ya no pongo ese tipo de fotos en el blog. Habré madurado o habrá madurado la sociedad o quizás todos hemos cambiado un poco sin darnos ni cuenta, convirtiéndonos en personas no necesariamente mejores pero sí más útiles para este sistema que nos empuja a actuar según designios que ni siquiera controlamos.
-Pues para no tener ganas de escribir te estás explayando.
-Calla y muere.
Y así le arrojé la punta seca de un bocadillo olvidado en el bolsillo interior de mi chaleco de verano terminando con él y con este sindiós.
A tomar por saco.

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