Mis días de instituto fueron breves pero intensos. Todavía recuerdo
esa sensación de incertidumbre la primera vez que entré en ese
edificio y como no dejaría de acompañarme hasta el día que salí
para no regresar jamás. Y realmente no sé como serían los
institutos de las zonas más pobladas y civilizadas, pero allí en el
pueblo era como meterse en un submundo desconocido y hostil… para
unos más que otros.
En
ese sitio había tres grupos diferenciados de alumnos: Los que iban
porque no tenían otro lugar donde ir, como si la EGB se prolongara
de forma irremediable en ese lugar pero no tenían ni la más mínima
intención de aprobar un solo examen, y que solo asistían con la
intención de conocer chicas y hacer el idiota; luego estaban los
llamados empollones, que eran una minoría que habían ido a estudiar
para labrarse un futuro y que sacaban buenas notas pero no se
divertían en absoluto ya que ellos mismos eran el divertimento de
los del grupo anterior; y luego estábamos los anodinos, aquellos que
ni aprobábamos ni nos divertíamos, aquellos que caminábamos por
los pasillos sin emitir sonido ni proyectar sombra, que callábamos
durante la clase y podía parecer que estábamos atentos pero en
realidad no nos enterábamos de nada porque nuestra mente estaba
perdida en mundos de fantasía épica y heavy metal melódico. Y así
vivíamos, en ese equilibrio cósmico de gentes y costumbres hasta
que apareció un nuevo espécimen que todavía no estaba catalogado y
terminaría con nuestra armonía: el raro.
El
raro llegó en forma de chaval aparentemente normal, preventivamente
inclasificable en ninguno de los tres grupos mencionados
anteriormente pero que poseía una característica que le hacía
único, y es que debido a algún problema de salud relacionado con su
columna vertebral, llevaba puesta una especie de coraza de plástico
que mantenía su espalda y cuello rígidos, artilugio el cual lucía
un agujero redondo en el pecho, supongo que para no resultar tan
pesado y caluroso, pero que por similitud con un Vater, le hizo
ganarse ese apodo de inmediato.
Desconozco
si Bater (lo escribo con b para diferenciar a la persona de un
inodoro cualquiera) era una buena persona o no, si estudiaba o pasaba
sus días entre ensoñaciones o simplemente ardía en deseos de
encontrar a alguna chavala para sentarse sobre él, pero su condición
de raro lo volvía irrelevante. Bater era Bater e inmediatamente se
convirtió en el objetivo de burla, mofa y escarnio por parte de los
más gamberretes del lugar. No era raro verle aparecer con esa
rigidez característica y con la ropa manchada por algún revolcón,
el cabello alborotado por las collejas o los libros arrugados y
mojados. Su mera existencia se convirtió pronto en motivo de pena y
compasión, pero nadie se atrevía a incluir a Bater en su grupo,
mucho menos a hacerse su amigo, por evitar verse arrastrado a su
rareza y por lo tanto a su infortunio.
Pasaron
los días, las semanas y meses y la miseria de Bater parecía no
terminar nunca. Algunos conjeturaban sobre su capacidad de
permanencia en el curso, otros simplemente apostaban sobre su
supervivencia y muchos otros simplemente miraban a otro lado tratando
de no cruzar miradas con él. Y parecía que nada iba a cambiar hasta
que él mismo decidió dar el paso.
Una
mañana Bater se despertó y decidió que eso ya había terminado. Se
enfundó en su blanca armadura y se dirigió al instituto con la
cabeza bien alta, aunque pensándolo bien, no le quedaba otro remedio
debido a su problema. El nuevo Bater subió las escaleras con
determinación y entró en clase cuando todos estábamos todavía
esperando a la profesora. Caminó hacia su mesa y uno de sus
depredadores naturales le miró y dijo una sola palabra: “Bater”.
Y esa fue la gota que colmó el vaso. Bater estiró el brazo y abrió
la palma de su mano, concentrando en ella toda su rabia, su dolor,
sus miedos y frustraciones, una palma que
en ese momento representaba todo lo que era bueno y justo en este
mundo, una palma de furia redentora que recorrió el aire en
dirección al cogote del abusón, el cual la vio venir y la detuvo
con facilidad agarrándole por la muñeca. “¿Pero tú qué te has
creído que eres, Bater?” dijo el apenas sorprendido matoncillo
preadolescente. Y a una orden simple pero concisa, todos los demás
se lanzaron sobre Bater y le dieron una buena paliza ante nuestros
atónitos ojos.
Y
yo, con la complicidad del que guarda silencio, contemplando a ese
pobre chaval cuyo único delito había sido el nacer con una
diferencia y que debía sufrir por ello por partida doble, me di
cuenta de que Bater nos había enseñado una importantísima lección
de vida con su fallido intento de rebelión; nos había demostrado
que no se puede cambiar aquello que uno es, que de nada sirve luchar
contra los poderosos por muchas nobles verdades que uno esgrima y que
como dice aquel viejo proverbio bretón,
“Kings will be kings and pawns will be pawns”.